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El derecho a olvidar el franquismo

Sería liberador encerrar al dictador en el desván de las infamias inofensivas y dejar de mentarlo

Dos fuerzas contrarias dominan las calles de España desde hace medio siglo: el olvido y la memoria. No son fuerzas antagónicas, no luchan entre sí. Curiosamente, coordinan sus esfuerzos para alcanzar un mismo fin, pero empujando en direcciones opuestas.

Por una parte, el borrado de monumentos y calles, que empezó mucho antes de que fuera imperativo legal: la Gran Vía de Madrid se llamaba José Antonio, y la Castellana, Generalísimo. Lo más grosero y llamativo desapareció enseguida. El resto costó lo suyo y no pocas broncas, ...

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Dos fuerzas contrarias dominan las calles de España desde hace medio siglo: el olvido y la memoria. No son fuerzas antagónicas, no luchan entre sí. Curiosamente, coordinan sus esfuerzos para alcanzar un mismo fin, pero empujando en direcciones opuestas.

Por una parte, el borrado de monumentos y calles, que empezó mucho antes de que fuera imperativo legal: la Gran Vía de Madrid se llamaba José Antonio, y la Castellana, Generalísimo. Lo más grosero y llamativo desapareció enseguida. El resto costó lo suyo y no pocas broncas, hasta que en 2021 retiraron la última estatua de Franco en Melilla.

Al mismo tiempo, la fuerza de la memoria instaba a recordar la represión, las torturas, el oprobio, el dolor de las víctimas y las vidas de los héroes antifranquistas. Si la Transición fue un pacto de silencio, como sostienen tantos, fracasó a lo grande: hay bibliotecas enteras, películas, homenajes y recuerdos de todo tipo que demuestran que la sociedad española no ha olvidado, y que su perdón —si lo hubo— fue circunstancial y limitado. Se podrá seguir lamentando que el franquismo ocupe tan poco espacio en los cursos escolares, pero nadie puede culpar a los profesores de su propia ignorancia sobre el franquismo. Se ha hablado tanto que no caben atenuantes: ni siquiera la juventud justifica el desconocimiento.

Sin renunciar ni un poco a la reparación de las víctimas, a la exhumación de las fosas, a la dignidad de los muertos, al homenaje a quienes se jugaron la vida y a quienes la perdieron, y a la reapropiación de símbolos y espacios, como Cuelgamuros, quizá ha llegado también el momento de plantear la pertinencia del olvido. Cincuenta años son demasiados para que una figura tan siniestra siga sombreando el país que arrasó.

No basta con borrar su huella de las plazas: sería liberador encerrarlo en el desván de las infamias inofensivas, de todos los ayeres que se descascarillan y se amustian. Dejar de mentar a Franco en la política del presente y tratarlo al fin como historia lejana. Mejor que profanar la tumba del dictador es olvidarse de ella, hasta que la administración del cementerio avisa de que el plazo ha vencido, y la vacía para enterrar a otro muerto que sí le importe a alguien. Quien profana, recuerda, persevera en su rabia. El profanador nunca deja de ser reo del profanado, pero quien olvida es libre. No digo que promulguemos una ley de amnesia; tan solo que aprovechemos estos 50 años para revisarlo todo por última vez y dejar que las polillas devoren hasta la última fibra de las camisas azules, desteñidas de tanto exponerse cara al sol.

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