Juan Carlos I en la Transición
El rey estuvo dispuesto a reformar el franquismo de arriba a abajo, siempre y cuando la propia institución monárquica no se sometiera a revisión
Juan Carlos I ha pasado de ser una especie de tótem político a ser una figura cuestionada. Este mes se celebra el 50º aniversario de la muerte de Franco, la coronación de Juan Carlos I y el inicio de la Transición. Es lógico que se reactiven las opiniones favorables y desfavorables sobre el rey y su trayectoria. La publicación en francés de unas memorias de Juan Carlos ha añadido picante al tema.
A estas alturas, la ...
Juan Carlos I ha pasado de ser una especie de tótem político a ser una figura cuestionada. Este mes se celebra el 50º aniversario de la muerte de Franco, la coronación de Juan Carlos I y el inicio de la Transición. Es lógico que se reactiven las opiniones favorables y desfavorables sobre el rey y su trayectoria. La publicación en francés de unas memorias de Juan Carlos ha añadido picante al tema.
A estas alturas, la reputación de Juan Carlos I se encuentra muy dañada. A pesar de que la Justicia no ha querido juzgarlo, acogiéndose al artículo 56 de la Constitución que establece que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, se han acreditado diversos delitos monetarios durante su reinado. Sabemos que el rey tenía una fortuna en paraísos fiscales, que recibió unos “regalos” escandalosos de las monarquías del Golfo, que los servicios secretos tuvieron que cubrir sus aventuras en algunas ocasiones y que se utilizó dinero público para comprar el silencio de alguna de sus “amigas” (tal como reveló Emilio Alonso Manglano, quien fuera director del CESID). En fin, una historia poco edificante que provocó su abdicación en 2014 y su posterior traslado a Abu Dabi, siguiendo así los pasos de su abuelo Alfonso XIII y su tatarabuela Isabel II.
Los monárquicos recalcitrantes se agarran al papel desempeñado por Juan Carlos I en la Transición. En cierto modo, consideran que su contribución a la democratización del país compensa sus debilidades personales. Sí, pudo cometer errores y faltas en su vida privada, al fin y al cabo es humano, pero no puede borrarse su legado político. Desde esta perspectiva, el rey, en un acto de generosidad máxima, renunció a los amplísimos poderes heredados de Franco en beneficio de la democratización del país. Tuvo altura de miras y sentido de la historia, de forma parecida a como luego, y a una escala menor, los procuradores franquistas se hicieron el haraquiri aprobando la ley para la reforma política, la ley que posibilitó la democratización de las instituciones franquistas.
Las cosas, en realidad, fueron un poco más complicadas. No hay duda de que el rey apostó por la democracia, pero, a cambio, la primera fase de la Transición, la que va de la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 a las elecciones generales del 15 de junio de 1977, estuvo muy condicionada por la necesidad de compatibilizar democracia y monarquía. El rey estaba dispuesto a reformar el franquismo de arriba y abajo, hasta convertirlo en una democracia liberal, siempre y cuando la propia institución monárquica no se sometiera a revisión.
A la muerte de Franco, los intereses de los monárquicos se alinearon con los intereses de la democracia. Una monarquía autoritaria encabezada por Juan Carlos I no habría sobrevivido en una Europa occidental en la que, tras las transiciones de Portugal y Grecia, España era el último vestigio autoritario. Un régimen dictatorial en perfecto aislamiento político no habría tenido futuro. Juan Carlos era perfectamente consciente de ello. La condición de posibilidad de una monarquía estable era una democracia.
El problema estribaba en el hecho de que Juan Carlos de Borbón había jurado en dos ocasiones cumplir con las Leyes Fundamentales del franquismo y guardar lealtad a los principios del Movimiento Nacional: lo hizo cuando fue nombrado sucesor, el 23 de julio de 1969 y, de nuevo, en el día de su coronación, el 22 de noviembre de 1975. Por eso, el rey necesitaba que el cambio político se hiciera según la legalidad franquista. Cualquier otra opción habría supuesto una quiebra de su juramento. Si Juan Carlos no hubiera cumplido la palabra dada, habría habido dos problemas. Por un lado, los militares le habrían considerado un traidor y, probablemente, se hubieran levantado contra él. Por otro, si la Transición se hubiese producido mediante una ruptura, la oposición habría cuestionado la monarquía y, quizá, se hubiese convocado un referéndum sobre la forma de Gobierno, un riesgo difícil de asumir para el rey en un momento de gran incertidumbre.
Para los franquistas, por lo demás, el rey era una garantía de continuidad. Con Juan Carlos habría reformas, pero no grandes sobresaltos. Por eso, pensaron en maneras de abrir el régimen desde dentro, en reformas que el rey pudiera sancionar sin poner en juego la monarquía. El primer Gobierno de Juan Carlos I, el de Carlos Arias Navarro y Manuel Fraga, lo intentó mediante una batería de medidas que no consiguieron abrirse paso con claridad en las instituciones de la dictadura (y eso que dichas medidas eran muy tímidas, pues garantizaban un poder de veto a los franquistas en el nuevo sistema). Tras muchas vacilaciones, Juan Carlos se quitó de en medio a Arias Navarro y lo remplazó por Adolfo Suárez, quien, con el asesoramiento de Torcuato Fernández-Miranda, propuso un método más expeditivo para poder celebrar elecciones libres sin romper con la legalidad franquista. Se trataba de aprobar una nueva ley fundamental del régimen, la octava, que modificara las existentes, creando unas Cortes con dos cámaras elegidas por sufragio universal (en el caso del Congreso, usando una fórmula proporcional); además, el nuevo legislativo tendría capacidad para aprobar reformas constitucionales mediante mayoría absoluta (se eliminaba así el requisito de los dos tercios que se aplicaba a las leyes fundamentales).
Esta fórmula tan barroca de cambio político (lo que se llamó entonces el paso “de la ley a la ley”) vino determinada en última instancia por el imperativo monárquico, que beneficiaba además a los reformistas del régimen. Juan Carlos I no podía romper con el franquismo. Si España quería democracia, había que construirla garantizando la continuidad legal.
El procedimiento seguido no fue neutral: tuvo consecuencias sobre la Transición y sobre el sistema democrático. Entre otras muchas cosas que se podrían mencionar, el ritmo y el alcance del cambio durante la primera fase de la Transición (hasta las elecciones del 15 de junio de 1977) lo decidieron los reformistas del franquismo, con muy baja participación de las fuerzas opositoras. Un miembro de esas élites, José Miguel Ortí Bordás, lo dejó claro en sus memorias: “Nosotros queríamos un cambio político controlado, que en ningún momento pudiera escapársenos de las manos”. Además, esa forma de hacer la Transición garantizó la impunidad de las élites franquistas e impidió un debate abierto y necesario sobre lo sucedido durante la dictadura. Por último, la continuidad legal facilitó que el Estado (fuerzas de seguridad, jueces, altos funcionarios) no se viera sacudido por el cambio político (el Ejército, en los años ochenta, sí pasó por una transformación importante).
Dadas las condiciones económicas y sociales de España en aquellos años, era muy probable que España terminara siendo una democracia, pero había varias rutas para llegar a la democracia desde una dictadura. Muchos análisis del periodo dan por supuesto que la única vía posible era la del continuismo legal, eliminando de raíz la contingencia que hubo en el corto plazo. A posteriori, siempre parece que las cosas no pudieron suceder de otro modo, pero había múltiples transiciones posibles. La ruta que finalmente se siguió no era ineluctable. El rey favoreció la democracia, pero lo hizo apostando por un cambio político al servicio de la monarquía, en el que los cimientos democráticos no fueron tan sólidos como podrían haberlo sido.