Ni la guerra ha terminado, ni ha empezado la paz
Un mes después del inicio de la tregua impuesta por Trump, hablar de alto el fuego es una exageración
La violencia daña a la víctima, pero difícilmente sale indemne el agresor. A gran escala es un reconocido y terrible motor de la historia, destructora y devoradora de vidas, hasta abocar incluso al genocidio. Causas justas pueden desembocar en un horror insoportable. No hay guerra sin efectos inesperados, a veces contrarios a los buscados. Sucede ahora como ha sucedido siempre. Así nacen naciones y mueren imperios. Así surgen irreconocibles en la posguerra, vencedores y vencidos, cada uno de los contendientes que se enzarzaron en combates a muerte. Y así desaparece el viejo orden y se abren la...
La violencia daña a la víctima, pero difícilmente sale indemne el agresor. A gran escala es un reconocido y terrible motor de la historia, destructora y devoradora de vidas, hasta abocar incluso al genocidio. Causas justas pueden desembocar en un horror insoportable. No hay guerra sin efectos inesperados, a veces contrarios a los buscados. Sucede ahora como ha sucedido siempre. Así nacen naciones y mueren imperios. Así surgen irreconocibles en la posguerra, vencedores y vencidos, cada uno de los contendientes que se enzarzaron en combates a muerte. Y así desaparece el viejo orden y se abren las ventanas a otro nuevo, no siempre mejor.
Tales transformaciones están sucediendo en Oriente Próximo tras dos años de una guerra, ni siquiera acabada, que ambos bandos perciben como existencial, eufemismo para denominar un peligro de exterminio y de desaparición de su nación. De un lado, la Palestina que dirigía Hamás, que quería echar los judíos al mar; y del otro, el Gobierno de Netanyahu, que combate por un Gran Israel imperial sin palestinos. Dos propósitos genocidas, uno derrotado ahora y en retroceso y el otro siempre victorioso y en marcha. Igualados en sus aviesas intenciones, se diferencian en los medios: escasos y descalificados como terroristas los de Hamás, e inmensos y descontrolados los de Netanyahu, bajo el paraguas del dinero, las armas y la diplomacia de Estados Unidos.
Un mes después del inicio de la tregua impuesta por Trump, hablar de alto el fuego es una exageración. Siguen muriendo gazatíes, civiles y niños. Prosiguen más espaciados los bombardeos y la destrucción. La ayuda humanitaria es insuficiente, como escasa la asistencia sanitaria. No se permite el paso a la prensa extranjera y apenas a unas pocas oenegés, bajo estricto control israelí. Sale a la luz la entera dimensión de la catástrofe y con ella todas las atrocidades, las de unos y las de otros, pese a los esfuerzos de ocultación y de censura o a la indiferencia y la ceguera voluntaria.
Pero hay hechos que no mienten. Media Franja sigue ocupada y toda entera está bajo control directo israelí, separada y envuelta por la Línea Amarilla, el nuevo límite que encierra a dos millones de gazatíes. La cárcel al aire libre se ha reducido en tamaño y son más inhumanas las condiciones de vida, pero las dimensiones de la población no han cambiado, aún diezmada por los cerca de 70.000 muertos. Si todo va lentamente a mejor para los gazatíes, hundidos todavía en el pozo de muerte y miseria de la posguerra, nada mejora para los palestinos en su conjunto, sobre todo en Cisjordania. Durante este mes sin bombardeos sobre la Franja, sus habitantes están sufriendo las agresiones de los colonos y la presión del ejército en un grado desconocido en toda la historia de la ocupación desde 1967.
Con la atención todavía sobre Gaza, el Gobierno extremista de Netanyahu está aprovechando la oportunidad para avanzar en la anexión de los territorios bíblicos de Judea y Samaria que legalmente no les pertenecen. Los colonos ilegales, okupas auténticos, no se conforman con el territorio que ya han robado y se dedican crecientemente a actividades directamente terroristas. Atacan a familias en sus casas, destruyen empresas, propiedades y conducciones de agua, incendian mezquitas y escuelas, arrancan olivos e incluso asesinan impunemente bajo la mirada casi siempre cómplice del ejército. Ya que no habrá anexión de Gaza entera ni expulsión de su población, como quería la extrema derecha israelí y propiciaba Donald Trump, es en Cisjordania donde siguen progresando las ideas genocidas.
Ni la invasión ni la guerra han terminado. Es solo una atenuación, acaso una pausa flexible a conveniencia de Israel, parte de una estrategia de control militar regional, aplicada también en Líbano, Siria, Irak, Yemen o Qatar, donde Netanyahu cuenta con barra libre para operaciones de prevención y castigo. Si Gaza marcha en dirección a Cisjordania, cada vez más comprimida en un bantustán cercado por el ejército israelí, Cisjordania va en dirección contraria hacia la destrucción y el desplazamiento forzado de población como en Gaza.
Guiado por Netanyahu, está naciendo un nuevo Israel, camino de una democracia étnica y militarizada, autoritaria e iliberal, ascendida a hegemón regional, en pos del reconocimiento de los vecinos a través de la amenaza y de los negocios compartidos con las autocracias plutocráticas. Su horizonte no incluye a Palestina ni a los palestinos como ciudadanos con derechos, libres e iguales, a pesar de las vagas promesas del plan trumpista para un futuro remoto, imprescindibles como anzuelo para obtener el visto bueno de Naciones Unidas y atraer luego a la monarquía saudí.
Israel va ganando por las armas, pero está perdiendo como causa, al contrario que Palestina, martirizada y diezmada, pero en el punto álgido del reconocimiento internacional y de su prestigio como idea. La guerra larga no ha terminado.