El juicio al fiscal desmantela el prejuicio
La reciente vista oral en el juicio contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha sido clave y novedosa
Ha desmadejado el catálogo de sospechas, inferencias y prejuicios contrarios a la presunción de inocencia acumulados en la fase anterior del procedimiento, la de instrucción a cargo del polémico Ángel Hurtado. Que perfiló una mera “obra de ficción”, según la caracterizó, en un incidente de apelación, el famoso voto particular exculpatorio del magistrado Andrés Palomo. Por eso ahora dispone ...
Ha desmadejado el catálogo de sospechas, inferencias y prejuicios contrarios a la presunción de inocencia acumulados en la fase anterior del procedimiento, la de instrucción a cargo del polémico Ángel Hurtado. Que perfiló una mera “obra de ficción”, según la caracterizó, en un incidente de apelación, el famoso voto particular exculpatorio del magistrado Andrés Palomo. Por eso ahora dispone el Tribunal Supremo de una gran oportunidad para restaurar la verdad de los hechos, y así, la credibilidad de la judicatura.
La vista ha sido clave porque las acusaciones no han aportado prueba alguna —ni dudosa ni indubitable— de que García Ortiz haya revelado por sí mismo ningún secreto; ni dado la orden de hacerlo a sus subordinados; ni instado, sugerido o aconsejado a nadie esa actuación. Una resolución sin pruebas de cargo es menos que un pollo sin cabeza. Anda poco. Quizá algunos pasos trémulos mal enhebrados sobre un rompecabezas de indicios solo curiosos en las novelas negras.
Más aún. La vista oral ha sido novedosa porque la discutida densidad de las acusaciones se ha diluido como azucarillo en agua: no añadieron nada nuevo. El decano de los abogados madrileños debió replegarse a su invectiva inicial de que la nota pública informativa de la Fiscalía sobre las infracciones fiscales de Alberto González Amador era la revelación del secreto, cuando la Sala ya había dictaminado en marzo que “no fue constitutiva de delito”. Y el escudero de Amador, Miguel Ángel Rodríguez, —el hombre-todo de su novia, la presidenta madrileña— llegó a reconocer que su palabra valía cero, pues no respondía a la realidad: él no era un “notario”.
Del otro lado, defensas y testigos independientes aportaron nuevos datos y evaluaciones profesionales de descargo. Erosionaron los frágiles indicios a simples suposiciones.
Así, quedó diáfano que la “frenética” búsqueda de elementos del fiscal general para elaborar la nota informativa pugnaba por defender el rigor del ministerio público, no para desvelar secretos. Su aparentemente aparatoso borrado telefónico y telemático se explicó pericialmente por necesidades mayores de protección de datos relevantes para la sociedad, en modo periódico, habitual; no para “ocultar” trazas de su maldad. Y los periodistas aportaron nuevas pruebas físicas y detalles sobre las mismas en los argumentarios cruzados con los acusadores: evidenciaron que no hubo revelación de secretos, porque lo esencial del caso Amador ya era conocido, por ellos y otros muchos, antes de que llegase a García Ortiz.
Para superar con sobresaliente su reválida, convendrá al aura del Supremo que su rectificación sobre lo actuado sea contundente. Sin cabos sueltos que puedan oscurecer la rotundidad de lo claro.