Los sacrificios necesarios para no ser un protectorado
No quisimos invertir en defensa, y dependemos de EE UU; no quisimos tener minas, y dependemos de China. Revertir eso y ser independiente requerirá un enorme esfuerzo
Dolía escuchar a Steve Bannon decir, en una entrevista con The Economist publicada este jueves, que los europeos somos un protectorado. Dolía porque hay en ello parte de verdad.
Durante décadas no quisimos invertir lo suficiente en Defensa, y dependemos de EE UU para nuestra seguridad. En ese sentido, de alguna manera, sí hemos sido u...
Dolía escuchar a Steve Bannon decir, en una entrevista con The Economist publicada este jueves, que los europeos somos un protectorado. Dolía porque hay en ello parte de verdad.
Durante décadas no quisimos invertir lo suficiente en Defensa, y dependemos de EE UU para nuestra seguridad. En ese sentido, de alguna manera, sí hemos sido un protectorado, porque esa dependencia ha condicionado y condiciona nuestras decisiones. El asunto es de tal calibre que comprime nuestra independencia: si la Comisión ha titulado esta semana su programa del año que viene “el momento de la independencia” por algo será. Porque todavía no la tenemos. Para algunos —los más expuestos al riesgo ruso— esa dependencia de EE UU es tan crucial que inhibe su disposición a mantener pulsos con la Casa Blanca. Lo vimos claramente en la cuestión comercial, donde se rehuyó la pelea no porque en ese sector no podíamos librarla, sino porque muchos no quisieron por otras razones. Ahorramos durante décadas dinero que pudimos utilizar en pensiones y servicios sociales. Esa red social es admirable, pero el descuido de la defensa tiene un coste, que antes no se veía bien, y ahora es evidente.
Tampoco quisimos tener minas y plantas procesadoras, y ahora dependemos de China para las materias primas estratégicas que alimentan la manufactura de la modernidad, un activo con un potencial avasallador.
Tampoco invertimos de forma adecuada en I+D+i, ni quisimos renunciar a nuestros pequeños reinos de taifas financieros nacionales o incluso regionales para crear un verdadero mercado único de capitales profundo y líquido, y el resultado es que hemos perdido una tras otra las carreras de la innovación. En Europa las grandes compañías de hoy son las mismas de hace medio siglo. Y, en las tecnologías punteras, andamos por detrás de EE UU y China, y ahí también hay una forma de dependencia.
Estas dependencias son hoy más peligrosas que ayer. El mundo nunca fue una guardería, pero ahora es un campo de batalla desatada. Vladímir Putin dispara misiles, Donald Trump aranceles, Xi Jinping restricciones. Es un momento de reconfiguración sobre la base de la fuerza. Nuestras bocas expresan palabras, las de ellos, exhiben —y usan— dientes. Ante este escenario, conviene interiorizar que conseguir no ser un protectorado o vasallos en este mundo requerirá sacrificios.
Los franceses no quieren elevar su edad de jubilación, actualmente en unos asombrosos 62 años. Los españoles no quieren gastar en defensa más de un 2,1%, dicen que es suficiente así —parece, más bien, el máximo políticamente tolerable para su Gobierno—. Los alemanes no quieren hacer nada que irrite a China porque, a pesar de todo, todavía sus empresas esperan ganar algo de dinero (cada vez menos) ahí. Son bastantes aquellos que no quieren que la Política Agraria Común sufra muchos recortes. Los halcones no quieren la deuda mancomunada necesaria para espolear inversiones porque no quieren atarse a compañeros de los que no se fían. Todo es comprensible. Ahora bien, hay que comprender que sin acciones decididas los fantasmas de protectorados y vasallajes cobran cuerpo. Harán falta muchos recursos para evitarlo.
El diseño del equilibrio correcto es una tarea diabólicamente complicada. La cohesión social es obviamente un bien imprescindible. La lucha contra el cambio climático también lo es. Muchos otros son los objetivos de máximo valor. Pero conviene no confundirse: la independencia no la lograremos con pequeños retoques presupuestarios y pequeños reajustes de competencias. Hace falta un cambio revolucionario. Es legítimo elegir no hacerlo, y se puede entender la voluntad de defender un modelo con muchas virtudes. Pero hay que ser honestos y saber que no hacerlo nos expone a graves riesgos de sometimiento en los próximos lustros. Porque ese modelo se diseñó en un mundo que ya no existe.
Ya se acabó el mundo de la protección benévola de EE UU y del ten con ten con China por el cual nuestras empresas se forraban implantándose ahí mientras ellos succionaban nuestra tecnología. Ahora EE UU nos considera un peso, y no un activo, como decía Bannon cuando nos calificaba un protectorado más que aliados, y China ya está en posición para inundarnos con su extraordinario potencial manufacturero que ya no necesita nuestra tecnología. Rusia es una fuerza imperial desatada.
Ahora estamos en un mundo de fuerza bruta, y esta es militar y tecnológica. Conseguirla requiere un enorme esfuerzo. Ni los delgados planes de prepuesto comunitario, ni la negativa a los eurobonos, ni los retrasos en el desembolso del préstamo a Ucrania apoyado en los fondos rusos congelados, ni los titubeos a la hora de integrarnos más y ceder competencias, ni las batallitas y parálisis de tantas políticas nacionales van en esa dirección. Y por ello duele escuchar a Bannon llamarnos protectorado, porque es una herida del pasado que sigue abierta, y que no estamos curando bien.