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Hambre de realidad

No existe la discutida diferencia entre prensa y literatura, sino entre la libertad de la ficción y la fidelidad a los hechos del mejor periodismo

Un caballo blanco galopa con serena gallardía por un paisaje de matorrales calcinados. Un puñado de cuatro casquillos de fusil y otro más pequeño de pistola dan testimonio de los cuatro disparos que hirieron de muerte a uno de los ejecutados el 27 de septiembre de 1975, y del tiro de gracia que lo remató. En las películas los disparos suelen tener una irrealidad abstracta, como de descargas eléctricas sin huella. Qui...

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Un caballo blanco galopa con serena gallardía por un paisaje de matorrales calcinados. Un puñado de cuatro casquillos de fusil y otro más pequeño de pistola dan testimonio de los cuatro disparos que hirieron de muerte a uno de los ejecutados el 27 de septiembre de 1975, y del tiro de gracia que lo remató. En las películas los disparos suelen tener una irrealidad abstracta, como de descargas eléctricas sin huella. Quien ha manejado alguna vez un fusil es consciente de su tamaño y su peso como de herramienta primitiva, y ha tocado el peso y la forma afilada de las balas, y puede imaginar su efecto sobre una materia tan frágil como la carne y los huesos humanos. Al recibir la descarga unánime de los disparos, la cabeza de Ángel Otaegui, otro de los ejecutados, voló como una pelota a una distancia de dos metros.

Cualquier sitio puede ser una tumba, el escenario de ruinas de una desgracia en un lugar donde hasta muy poco antes sucedía la normalidad descuidada de la vida. Un hombre y una mujer de cierta edad posan abrazados en medio de las ruinas de lo que era su casa hasta que fue invadida y arrasada por los fuegos de agosto. En un claro de un bosque cerca de Barcelona hay un pino más alto que los otros en el que una incisión en la corteza, situada más o menos a la altura de una cabeza humana, indica que fue atado a él Juan Paredes Manot, que llevaba un jersey de lana, según se ve en la foto que alguien tomó furtivamente de su cadáver. Paredes Manot yace en un cajón que parece una artesa de matanza y sus manos tienen esa hinchazón que vuelve irreconocibles las manos de los muertos. La tarde antes de las cinco ejecuciones, el capitán general de Burgos, que se encargó personalmente de ultimar los detalles de una de ellas, hizo de padrino, vestido con uniforme de gala, en la boda de su hija, un gran acontecimiento social en la ciudad.

El caballo blanco entre los desmontes de cenizas lo he visto en una foto de Joseph Fox que ilustra el reportaje de Antonio Jiménez Barca en El País Semanal titulado Volver: La vida después del fuego. Los incendios que arrasaron tantos miles de hectáreas durante el mes de agosto aún no han terminado de apagarse, pero el espectáculo acelerado y destructivo de la política española ya los ha dejado atrás, con esa propensión a la inmediata amnesia que nos hace vivir en un presente atolondrado, sin tiempo para comprender o evaluar de verdad las calamidades que se abaten sobre nosotros, sean una pandemia o una inundación arrasadora o una ola de incendios, y por lo tanto sin el sosiego y la solvencia técnica para prevenir su repetición.

Las cenizas son menos fotogénicas que las llamas, y con la misma eficacia que el olvido las cifras de hectáreas quemadas bloquean la imaginación y borran la variedad de las desgracias concretas que componen la catástrofe. Pero ahí están el periodista y el fotógrafo para mirar y escuchar, para mostrar lo infinitamente específico, la cara de cada desgracia, que es una cara humana y también animal, la del caballo blanco a galope, las de esas “vacas que, aterradas, se salieron a la carretera y acabaron quemándose las pezuñas y muriendo asfixiadas”, según cuenta Jiménez Barca en su reportaje, en el que también hay lugar para los animales salvajes que también habrán sufrido muertes horrendas, “los jabalíes, los urogallos, los corzos, los osos, los lobos, los pájaros”, y para la no menos grave mortandad vegetal, “los nogales, los tejos, los abedules, los castaños, los robles, los pinos”.

La foto ominosa del otro pino, el que sirvió para atar a su tronco a un condenado a muerte, y la de los cinco casquillos, y la del muro bajo en un patio de la prisión de Burgos contra el que rebotó tal vez la cabeza desgajada de Ángel Otaegui, es de James Rajotte, que ha recorrido esos lugares de memoria y de infamia en compañía del reportero Jesús Rodríguez, siguiendo el rastro de “las últimas balas del franquismo”, en una peregrinación dolorosa que los ha llevado a siniestros archivos con legajos mordidos por el polvo y deformados por el tiempo, a descampados, a corralones de cárceles, a ese claro en el bosque donde un pino viejo y muy alto se yergue como un severo memorial sin palabras.

Necesitamos con la misma urgencia saber cómo son las cosas ahora mismo y cómo fueron hace un mes o 50 años. El olvido actúa muy rápido. Necesitamos escuchar las voces antes de que se extingan. Necesitamos la arqueología de los lugares del pasado y la precisión forense sobre lo recién sucedido, cuando las ascuas todavía humean, cuando la memoria permanece viva.

Martín Schifino tradujo hace unos años para la editorial Círculo de Tiza, un ensayo al que su autor, David Shields, le puso el subtítulo de “manifiesto”, Hambre de realidad. En su manifiesto o panfleto, con la agudeza y la arbitrariedad que son propias del género, Shields argumenta que la novela se ha quedado demasiado prisionera de sus propias convenciones formales como para reflejar la vida y la realidad tan como son, y reivindica la narración personal frente a la autoría omnisciente, lo fragmentario y lo inmediato frente a la pesada unidad de inicio, trama, desenlace. El borrador, el sketch, lo inacabado, el collage, la mezcla de géneros, serían formas más adecuadas para representar la realidad ya de por sí confusa y descoyuntada de estos tiempos.

Creo que la novela, siendo por sí misma tan proteica, es capaz de abarcar y hacer suyas muchas de las exigencias de David Shields. Pero en su proceso creativo suele ser necesaria la transformación de la experiencia por el filtro del tiempo, que va convirtiendo lo vivido en ficción de un modo semejante a como los microorganismos transforman en suelo fértil la materia orgánica. No existe la tan elucubrada diferencia entre periodismo y literatura, sino entre la libertad de la ficción y la adhesión rigurosa a los hechos del mejor periodismo, que es tan literatura como la novela o la poesía. La ficción se ha de juzgar según sus leyes internas: el escritor de periódico ha de atenerse tan estrictamente a los datos de lo real como el poeta clásico a las exigencias de métrica y rima del soneto. El tiempo verbal de la novela es el pasado, incluso cuando se finge presente; y es en el presente en el que se escribe el periodismo, aunque trate de cosas sucedidas hace muchos años, porque su tarea es restaurar los hechos como si acabaran de ocurrir.

Como lector, y como ciudadano, cada vez necesito más la literatura del periódico, la del relato de las cosas y el testimonio de las voces mucho más casi siempre que la de la opinión o el columnismo, o el opinionismo irresponsable y verboso que lo llena todo cada día, y agrava la confusión en vez de esclarecerla. El hambre de realidad es más aguda cuanto más poderosas se vuelven las tecnologías de la simulación y la mentira. La simple y bien adiestrada inteligencia humana, con sus facultades imaginativas para comprender y compartir la experiencia de los otros, es el antídoto de las fantasmagorías aberrantes de la inteligencia artificial, que será muy útil en ciertas ramas del conocimiento científico, pero que por ahora, en la vida pública, actúa sobre todo al servicio de los que Andrea Rizzi, citando a Giuliano da Empoli, llama los ingenieros del caos: los plutócratas que prometieron un paraíso tecnológico universal y ahora rinden a Donald Trump su abyecta pleitesía, y se la rendirán a Putin o a Xi en caso necesario. Un reportero armado con un cuaderno, junto a un fotógrafo con una cámara: en ese oficio me imaginaba yo, en esa época de la adolescencia en que uno ama con idéntico fervor la aventura y la verdad.

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