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Gestos contra la barbarie en Gaza

El reconocimiento del Estado palestino es un paso especialmente simbólico para países tan unidos a Israel como Francia y Reino Unido

Reconocer ahora el Estado palestino, en el momento exacto en que el ejército israelí está diezmando a la población de Gaza y demoliendo lo que queda de su capital, tendrá previsiblemente escaso impacto real sobre el terreno, pero es una inequívoca forma de presión diplomática para que un día se consiga una tregua, sean liberados los rehenes en manos de Hamás y se abra una negociación de paz.

Así lo han entendido los países que se han sumado en las últimas horas a los que —como España en mayo del año pasado— ya habían reconocido a Palestina, hasta sumar 156 de los 193 miembros de la ONU. Lejos de ser una concesión y un premio para Hamás, como pretende la propaganda de Benjamin Netanyahu y Donald Trump, las naciones que se han unido a la oleada diplomática exigen que el grupo terrorista sea apartado de la gobernación de la Franja y ofrecen una fórmula alternativa que conduzca a la convivencia en paz entre israelíes y palestinos, con reconocimiento mutuo y fronteras seguras. Naturalmente, es un plan inaceptable para los extremistas de ambos bandos: los que defienden la destrucción de Israel y la creación de una república islamista entre el Jordán y el Mediterráneo y los que quieren expulsar a los palestinos de Gaza y Cisjordania para conseguir el Gran Israel.

Especialmente relevante es el reconocimiento por parte de Reino Unido y de Francia, dos países cuya historia se entrelaza con la del Estado de Israel. Su fundación debe mucho a la Declaración Balfour de 1917, cuando el ministro de Exteriores británico dio su nombre al documento en el que —tras el desmembramiento del imperio turco— se propugnaba el “establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío”.

Por su parte, Francia, además de albergar hoy la comunidad hebrea más numerosa de Europa, fue el primer país europeo en reconocer la ciudadanía a los judíos a partir de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1791. También ha sido decisiva su contribución tecnológica al proyecto de industria nuclear israelí sobre el que se basa el componente disuasivo más poderoso de sus fuerzas armadas. Francia ha querido dar el paso junto a Arabia Saudí a través de una Conferencia en Naciones Unidas para impulsar un proceso multilateral de paz frente al unilateralismo excluyente de Trump, acrítico, cuando no connivente, como la brutal ofensiva militar de Netanyahu, acusado por el Tribunal Penal Internacional de crímenes de guerra y contra la humanidad.

Reconocer Palestina —un paso largamente reclamado también por las voces más tolerantes de la sociedad israelí— es reconocer a los palestinos como ciudadanos con derechos individuales y colectivos. Todo lo contrario de lo que sucede hoy en los territorios que les pertenecen históricamente, que Naciones Unidas les adjudicó en la partición de 1947 y donde se les está despojando de sus propiedades y de sus vidas a la vista de todos.

Es una trágica paradoja que la máxima validación diplomática se alcance cuando es mínima la autonomía de los habitantes de Gaza e incluso de Cisjordania, donde el Gobierno de Netanyahu planea vengarse de los avances internacionales de la causa palestina con nuevas ocupaciones ilegales para hacer inviable la continuidad territorial del futuro Estado. El reconocimiento de Palestina es un gesto simbólico y tardío que debe ir acompañado de otras medidas para detener la masacre, pero no es acto inútil. Nace, además, del clamor social contra la matanza y contra la limpieza étnica. De todos es sabido —y especialmente, por desgracia, de los judíos europeos y de sus descendientes— que el paso previo a un exterminio es la deshumanización de quienes van a sufrirlo. Nadie a quien le quede una pizca de humanidad debería tolerarlo.

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