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La Cataluña mínima

Durante los años del ‘procés’ no se hablaba ni de inmigración ni del estado de la lengua

El fracaso del procés ha traído una enorme frustración entre quienes creyeron, como fervientes seguidores de una religión laica, que la independencia de Cataluña estaba “a tocar”. Quedó patente que todas esas figuras vociferantes que animaban a las multitudes a saltarse la ley tenían los pies de barro y estaban en la política por sed de poder y no por otra cosa. Y es que los líderes mesiánicos siempre se mueven por un interés mucho más mundano que los elevados principios que difunden.

Durante los años del procés no se hablaba ni de inmigración ni del estado de la l...

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El fracaso del procés ha traído una enorme frustración entre quienes creyeron, como fervientes seguidores de una religión laica, que la independencia de Cataluña estaba “a tocar”. Quedó patente que todas esas figuras vociferantes que animaban a las multitudes a saltarse la ley tenían los pies de barro y estaban en la política por sed de poder y no por otra cosa. Y es que los líderes mesiánicos siempre se mueven por un interés mucho más mundano que los elevados principios que difunden.

Durante los años del procés no se hablaba ni de inmigración ni del estado de la lengua. En el primer caso porque ERC decidió que había que “ensanchar la base” del independentismo convenciendo a los “nuevos catalanes” de que se adhirieran a la causa, y el sector de Junts —heredero de una CiU en cuyo ideario se puede rastrear la semilla de Aliança Catalana— debió dejar para la República venidera sus principios esencialistas y clasistas.

En cuanto a la lengua, los que llevamos usándola, defendiéndola y creyendo en la necesidad de cuidarla, teniéndola como patrimonio propio, vivimos con frustración la dejación de funciones de la Generalitat en este terreno. De hecho, los precursores del Junts que ahora ha impuesto el pinganillo en el Congreso recortaron en cursos de catalán para adultos y en política lingüística y desmontaron lo poco que había empezado a hacerse en materia de integración de la inmigración. Esos mismos que abandonaron la política real por la quimera de una Ítaca en la que, nos dijeron, comeríamos helado cada día, ahora se rasgan las vestiduras por la salud del catalán y temen la sustitución demográfica.

Los “nouvinguts” no hemos tenido nada que ver con el descarrilamiento del proyecto secesionista y, a cambio, pagamos los platos rotos, la frustración y el resentimiento de quienes son incapaces de exigir a sus propios dirigentes que asuman alguna responsabilidad. Es lo que tienen las religiones: siempre necesitan un enemigo exterior al que culpar de todos los males. El problema en Cataluña es que ese enemigo exterior somos ya, desde hace tiempo, una mayoría: la de los que tenemos raíces en otros sitios, los mezclados, los impuros. Somos tan catalanes como esos supremacistas que quieren encerrarse en una nación que no ha existido nunca, depurada de la contaminación de los extranjeros. Para los que son, unos dos millones como mucho, yo les recomiendo que se construyan una reserva india y nos dejen en paz a los que disfrutamos de esta mezcolanza sana y llena de vida que es la Cataluña de los ocho millones.

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