La hora de la verdad de las sociedades libres frente al fanatismo

Con el eje Trump-Vance-Musk-Putin, la democracia atraviesa una crisis que no puede ser trivializada; la sociedad debe salir del estado de ‘shock’ y unirse para defenderla

ENRIQUE FLORES

Sigue produciéndose en la actualidad un reflejo de gran ingenuidad política: cuando se celebran elecciones, todas las personas de talante democrático observan aterradas los resultados que obtiene la extrema derecha. Como si la popularidad de los partidos pseudolibertarios y neofascistas fuera el sismógrafo de la estabilidad de la constitución democrática de nuestras sociedades. Y así es como los observadores nacionales y extranjeros escrutan también ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Sigue produciéndose en la actualidad un reflejo de gran ingenuidad política: cuando se celebran elecciones, todas las personas de talante democrático observan aterradas los resultados que obtiene la extrema derecha. Como si la popularidad de los partidos pseudolibertarios y neofascistas fuera el sismógrafo de la estabilidad de la constitución democrática de nuestras sociedades. Y así es como los observadores nacionales y extranjeros escrutan también a Alternativa para Alemania (AfD) en Alemania y su 20,8 % en las elecciones al Bundestag, que lo ha convertido en la segunda fuerza parlamentaria, solo por detrás de los conservadores de Friedrich Merz. Después viene la gran indignación por semejante avance demencial o el discreto suspiro de alivio porque la cosa aún podría haber sido peor. No obstante, la estrechez de miras de esa obcecación con la extrema derecha en los parlamentos, ya se trate de la AfD, de Vox o del FPÖ austriaco, trivializa la crisis que está atravesando la democracia.

De todos modos, desde la desastrosa reunión entre Trump y Zelenski, las elecciones de cualquier país europeo son la menor de nuestras preocupaciones. Lo que está en juego es el orden mundial basado en unas normas establecidas. Y para plantar cara a la recién formada alianza de matones radicalizados y autoritarios Trump-Vance-Musk-Putin, es necesario localizar correctamente el peligro cultural y político en el seno de nuestras democracias.

En realidad, la amenaza existencial no procede únicamente de los partidos que quieren socavar los principios de los derechos humanos, la separación de poderes y la protección que brinda el Estado del bienestar. El peligro no es solo que estos radicales autoritarios y revisionistas lleguen al poder o se establezcan coaliciones con ellos. El verdadero ataque a la democracia reside en que los demás partidos se apresuren a adoptar sus dogmas racistas, patrioteros y conspiracionistas. Tanto si es por resentimiento propio o por error táctico como si es por pura conveniencia, los intentos de los partidos tradicionales de debilitar a la ultraderecha adoptando sus posiciones populistas lo único que logran es acabar normalizando el desprecio por la humanidad y debilitar el sentimiento de comunidad basado en la solidaridad.

Durante la campaña electoral, los conservadores de Friedrich Merz se emplearon a fondo en mimetizar los eslóganes populistas y demenciales de la guerra cultural: se demonizó la inmigración (a pesar de que todos los datos económicos y demográficos demuestran la urgente necesidad de tener aún más inmigración), se debilitó el consenso político sobre la memoria histórica y la reflexión crítica acerca del nacionalsocialismo, se deslegitimó e intimidó a los actores de la sociedad civil. Los radicales de derechas apenas podían creer su suerte ante tanto apoyo de la competencia, que se apresuraron a vitorear.

Si queremos preservar los logros de las democracias europeas, si aspiramos a contrarrestar el eje autoritario y fascista Trump-Musk-Vance, los conservadores deben preguntarse si les queda aún un resto de fervor ético que los distinga de las ideologías conspiracionistas y de desprecio por la humanidad o se van a dejar manipular desde el guiñol populista de los radicales de derechas.

La crisis de la democracia no solo se manifiesta en las urnas, sino también en el discurso político, en la vida cotidiana, en los tribunales administrativos, en las escuelas, en los campos deportivos, en los cuerpos de bomberos, en los clubes y bares, en las operaciones policiales. Ahí es donde se pone de manifiesto si se están aplicando realmente las promesas de observancia de los derechos fundamentales de libertad e igualdad. Ahí se dirime si todos aquellos que se ven marginados por tener un aspecto diferente, por creer de forma diferente, por amar de forma diferente o por tener cuerpos que se aparten de la norma, si todos aquellos que son vulnerables pueden ser vilipendiados y atacados impunemente. O si, por el contrario, persisten la protección, el reconocimiento y la atención característicos de una comunidad democrática.

Desde la victoria electoral de Donald Trump y el golpe fascista que siguió, ya no cabe hacerse ilusiones al respecto: toda la gramática social de nuestras democracias está amenazada. De J.D. Vance a Javier Milei, de Viktor Orbán a Alice Weidel, nos quieren hacer creer que la libertad es esencialmente estar libres de normas, libres de obligaciones legales, libres de cualquier consideración hacia los demás. Con todo respeto: eso no es libertad; eso es un narcisismo sin tapujos. Vivimos en comunidades, en contextos locales, nacionales e internacionales. Y esa convivencia se rige por normas, cuya función es protegernos y a las que estamos mutuamente obligados. Cualquiera que confunda libertad con talante despiadado dice con ello adiós a la convivencia. El encuentro entre Trump y Zelenski ha demostrado que para Trump no hay reglas que valgan, y que no importa quién agrede y quién es agredido; ser autor o víctima es algo irrelevante para él.

En todo el mundo, las personas luchan contra regímenes autoritarios y totalitarios, se ven confrontadas con la guerra y la violencia. Aquí mismo, en Europa, en Ucrania, la gente está luchando por su supervivencia y su autonomía. Y sin embargo, desde Trump hasta Weidel, el concepto de libertad está siendo mutilado para proteger a las industrias de combustibles fósiles, desacreditar el derecho internacional e incitar al odio contra las personas.

Hoy en día, hay quienes sugieren que existen personas normales y no normales. La sociedad se divide en los que realmente cuentan, cuyas preocupaciones e irritación deben tomarse en serio, cuyas creencias, cuyos cuerpos, cuyas familias son “normales”. Y luego están “los otros”, los que creen de otra manera, se afligen de otra manera, aman de otra manera, tienen otro aspecto, cuyas preocupaciones se consideran preocupaciones de lujo, cuyos miedos se tachan de exagerados, cuyo deseo de reconocimiento se considera una muestra de ingratitud. Lo cierto es que no hay jerarquías entre las personas. No hay ciudadanos “auténticos” y “falsos”, no hay familias “auténticas” y “falsas”. No hay emigrantes que sean valiosos y otros que sean superfluos. No es que los de aquí sean normales y los de allá no lo sean. Esa retórica es inhumana.

No se puede responder al fanatismo con más fanatismo. No se puede contrarrestar el populismo con autocomplacencia; solo puede afrontarse con solidaridad, compasión y una precisión inquebrantable. Pero Europa debe reconocer también la dramática gravedad del ataque a las normas democráticas y al derecho internacional. El concepto de Occidente como comunidad de seguridad ha sido anulado unilateralmente por Estados Unidos. J.D. Vance lo dejó bien claro en su discurso durante la Conferencia de Seguridad en Múnich. Y tras la valiente resistencia de Zelenski a las mentiras y humillaciones sufridas ante las cámaras en la Casa Blanca, Europa debe reflexionar lo antes posible.

Para los actores de la sociedad civil, para todos nosotros, la pregunta es: ¿qué podemos hacer? No nos quedemos en estado de shock. No nos dejemos aislar. Debemos unirnos y actuar conjuntamente, pues es la única manera de defender las infraestructuras sociales, culturales y políticas. Lo que podemos hacer es, cada día y en cualquier contexto, prestar atención a los demás; cada día y en cualquier contexto, prestar atención al cumplimiento de las normas; cada día y en cualquier contexto, velar por el cumplimiento de las normas jurídicas, las normas científicas, las normas estéticas, las normas periodísticas, las normas éticas. Porque los regímenes autoritarios quieren corromper y desmontar esas normas y esos estándares. Lo que podemos hacer es aferrarnos cada día al hecho de que existen criterios para constatar la verdad, de que existe una realidad. Es crunch time: la hora de la verdad.

Más información

Archivado En