Tan callando

Hablando, en vez de entenderse, lo que hace muchas veces la gente es envenenarse, injuriar a personas que no son culpables, o difundir embustes

Fran Pulido

Hablando no se entiende la gente. Para comprobarlo basta con prestar algo de atención a los debates, por llamarlos de algún modo, que hay en el Parlamento, o escuchar una de las arengas que los líderes de los partidos dan a sus feligreses los fines de semana, empleando las armas incendiarias, aunque limitadas, de una oratoria consagrada a enardecer y persuadir a los ya persuadidos, la mayor parte de los cuales muestran un entusiasmo que tal vez no sería tan intenso si sus colocaciones y sus ingresos no dependieran tanto ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hablando no se entiende la gente. Para comprobarlo basta con prestar algo de atención a los debates, por llamarlos de algún modo, que hay en el Parlamento, o escuchar una de las arengas que los líderes de los partidos dan a sus feligreses los fines de semana, empleando las armas incendiarias, aunque limitadas, de una oratoria consagrada a enardecer y persuadir a los ya persuadidos, la mayor parte de los cuales muestran un entusiasmo que tal vez no sería tan intenso si sus colocaciones y sus ingresos no dependieran tanto de la benevolencia selectiva del líder. Hablando a gritos y con crescendos de sarcasmo fácil y denostación del adversario, cada vez más el enemigo, lo que hace la gente es embriagarse de su propio sectarismo, y de los aplausos cautivos de sus subalternos, sin que en esas tiradas verbales se distinga una sola idea, sin que en el ruido de la artillería retórica, de una chabacanería deplorable, de una vulgaridad abismal, haya espacio para el menor intercambio de iniciativas capaces de aliviar los problemas que nos agobian y las amenazas que vienen aceleradamente hacia nosotros, todas las cuales exigirían un alto grado de conversación verdadera y concordia.

Decía Azaña que si las personas hablaran solo de las cosas que saben y cuando tienen algo sustantivo que decir, por España se extendería un gran silencio muy beneficioso para trabajar. Hablando, en vez de entenderse, lo que hace muchas veces la gente es envenenarse, o injuriar a personas que no son culpables de nada, o difundir embustes que luego ya no se pueden corregir. Un delincuente y estafador al que un juez o fiscal ha dejado en libertad provisional, no se sabe si por simple generosidad de alma o para facilitarle que destruya pruebas de sus delitos, acusa públicamente a una persona honorable, Ángel Víctor Torres, el ministro de Política Territorial, de encontrarse con prostitutas en pisos alquilados, y quien tiene que presentar documentos que acrediten la verdad de sus palabras no es el locuaz acusador, sino el calumniado. Ver a este hombre exhibiendo prolijos certificados de aerolíneas para demostrar que estaba en un avión el mismo día y a la misma hora en que se le acusaba de haberse encontrado en lo que antes se llamaba un picadero da una gran tristeza civil, sobre todo cuando se compara su expresión de dignidad herida con la cara de guasa y desvergüenza de quien solo ha tenido que decir mentiras para ganarse la atención de periodistas y políticos con tan pocos escrúpulos como él y de autoridades judiciales llenas de fe en su veracidad.

“El que sabe calla; el que habla no sabe”, dice un epigrama del Tao Te Ching. El que sabe calla no porque quiera ocultar a los demás el secreto de su conocimiento, sino porque para llegar a saber algo con cierto rigor y profundidad hace falta mucho tiempo de reflexión y estudioso silencio. A nuestro alrededor vemos, escuchamos, leemos, a personas que no saben nada y a las que, sin embargo, no les entra la lengua en paladar, pero como hablan alto y con aplomo parece que saben mucho, sobre todo cuando tienen el privilegio masculino de esas voces de bajo que parecen indicios de gran sabiduría. Hablando no se entiende la gente porque muchas veces el que habla está escuchándose a sí mismo, y el que tendría que escuchar aguarda con impaciencia el momento en que el interlocutor haga una pausa de tomar aire para quitarle la palabra. Quizás ese es el motivo del éxito de las notas de voz, que tienen la ventaja de que no hay peligro de interrupción para el que habla, ni esa molesta presencia verdadera del otro, que siempre es un incordio en estos tiempos de egocentrismo tecnológico.

Después de una temporada en la que por motivos profesionales me vi obligado a hablar con demasiada frecuencia, acabé tan fatigado que decidí someterme a una cura de silencio. Un peligro de hablar en público es que uno se acostumbra a ser escuchado sin interrupción y con un respeto en el que hay una parte inevitable de distancia jerárquica entre quien habla y el público, distancia a la vez física y mental que no llegan a reducir las preguntas de un coloquio. No hay comunicación verdadera que no sea igualitaria. Y la atención de un auditorio favorable puede fácilmente halagar la vanidad y relajar la propia exigencia, la conciencia crítica de uno mismo. Hay demagogos y populistas de la literatura igual que los hay de la política, y, como hablar suele ser menos trabajoso que escribir, se corre el peligro de que los golpes ingeniosos y los chistes en voz alta premiados con risas excesivas acaben corrompiendo el estilo, y hasta la inteligencia.

Dice un poema de W.H. Auden: “Las personas privadas en lugares públicos/ son más amables y más sabias/ que las personas públicas en lugares privados”. Sin la fatiga y la máscara de un escenario, la conversación verdadera y gustosa en el ámbito de la intimidad de las personas más cercanas cobra un valor terapéutico. De pronto hablando sí que nos entendemos, y la escucha atenta se corresponde con la confidencia y también con la confesión, con el relato confiado y veraz de lo que se ha vivido. El zumbido de un charlista sabelotodo en la radio o de un intoxicador profesional de la política suena como una inaceptable intromisión. Si no tenemos nada que decir o si hay cosas que es preferible callar para no hacer un daño inútil, lo mejor es quedarse en silencio, como quien despeja el escritorio o la mesa del taller en preparación de una tarea. Está bien escuchar música, a condición de que sea elegida y no forzosa, pero muchas veces puede ser preferible el silencio, que nunca está vacío ni es un espacio en blanco. Se han hecho muchas burlas sobre aquella pieza de John Cage, 4′ 33′', en la que el intérprete se sienta al piano y permanece inmóvil durante ese tiempo exacto, pero en ella hay una llamada de atención: en el silencio del pianista y del público se descubren todos los rumores posibles de los que de otro modo nadie habría sido consciente, como cuando en los días de la pandemia salíamos a la calle sin tráfico y nos llegaba el canto solitario de un gorrión en un árbol de la acera y el sonido de nuestros pasos, y el de nuestra respiración oscura tras la mascarilla.

A veces uno necesita el silencio como necesita un asmático un aire fresco y limpio que le inunde de los pulmones. Una mañana de este febrero soleado he viajado varias horas hacia el norte para sumergirme durante dos días enteros en un retiro de silencio, en una casa monástica pero no penitencial en una ladera que dominaba un valle atravesado por el fragor de un torrente, cerca del antiguo molino que aprovechaba la fuerza de esas aguas, y de una colina por la que un sendero alfombrado de musgo muy espeso ascendía hasta una ermita, en medio de un bosque de hayas y robles todavía con la desnudez del invierno, aunque en las praderas de hierba jugosa ya había estallado una policromía de pequeñas flores silvestres.

Del amanecer a la noche, durante esos dos días, he vivido entre un grupo numeroso de personas que permanecían tan en silencio como yo, compartiendo tareas y comidas, sin decir nada, sin necesidad de decir nada, pero unidos en una comunidad en la que cada uno tenía una presencia tan singular como los árboles del bosque. No teníamos que esforzarnos en improvisar conversaciones con el comensal de al lado. No nos hacía falta conocer opiniones o afinidades para sentir una fraternidad sin palabras. El último día, en la comida, terminó el voto de silencio. Ahora nos animaba la alegría de esa vida en común que de golpe se llenaba de palabras, y de carcajadas y brindis, pero en esas palabras que decíamos estaba la conciencia cuidadosa de su valor y su peligro.

Más información

Archivado En