El plan de Trump para Gaza se llama limpieza étnica
La pretensión del presidente de Estados Unidos de expulsar a casi dos millones de palestinos de la Franja es un intolerable desafío a la legalidad internacional
Una de las características más alarmantes del conflicto palestino-israelí desde hace casi un siglo es que lo impensable, muchas veces, termina materializándose. Y que no hay idea, por terrible y absurda que parezca, que no acabe siendo una posibilidad real. Han tenido que pasar 488 días y morir 47.000 palestinos desde que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, desatara una guerra de destrucción total contra Gaza para que Donald Trump colocara en el centro del debate mundial una barbaridad solo contemplada hasta ahora por los supremacistas israelíes más radicales: el destierro masivo de casi dos millones de gazatíes para transformar definitivamente la Franja.
El presidente estadounidense suele utilizar siempre la misma técnica para sacar ventaja: proponer una medida que parece inviable y disparatada para, no obstante, abrir a la discusión sus pretensiones. En apenas dos semanas en la Casa Blanca lo ha hecho con el canal de Panamá, Groenlandia, la inmigración o los aranceles. Ahora le ha llegado el turno a Gaza. Aunque la realidad se empeña en superar los mayores delirios, pocos pueden creer que alguna vez Estados Unidos “tome el control” del arrasado territorio palestino, como aseguró el martes en Washington ante su homólogo israelí. Y mucho menos que lo vaya a convertir en “la Riviera de Oriente Próximo”. Supondría tal ruptura de la legalidad y el equilibrio internacional —por precario que sea— alcanzado tras las dos guerras mundiales que haría retroceder el mundo al colonialismo imperialista del siglo XIX, cuando los poderosos decidían el destino de los pueblos redibujando los mapas con un lápiz.
No obstante, conviene prestar mucha atención al pronóstico del mandatario estadounidense de que Gaza va a resultar inhabitable durante “diez o quince años”, porque de la reconstrucción de la Franja depende la resolución del conflicto. Y, más allá de los intolerables proyectos de su presidente, Estados Unidos tiene mucho que decir al respecto. Dar por sentado que ese territorio no va a albergar condiciones de vida digna a medio plazo evidencia la nula voluntad de facilitar que dos millones de seres humanos puedan rehacer mínimamente su existencia. Seguir la estrategia declarada de “cuanto peor, mejor” los empujaría de facto a abandonar su tierra para sobrevivir. Sería una limpieza étnica en toda regla, algo que la comunidad internacional no puede permitir sin perder la dignidad para siempre.
La ONU se vio obligada ayer a recordar lo obvio: que cualquier desplazamiento forzoso de población está estrictamente prohibido por el derecho internacional. Porque es de eso es de lo que se está hablando: de una de las mayores deportaciones de la historia moderna, un nuevo crimen de guerra. La Unión Europea, por su parte, con un ojo en las posibles represalias comerciales de Trump, se puso de perfil, no quiso entrar en el debate con la contundencia que merece situación tan excepcional y se limitó a insistir en la solución de los dos Estados, la única justa y reconocida por Naciones Unidas.
Mientras el mundo responde a Donald Trump, hay cuestiones urgentes que siguen sin aclararse y de las que el presidente de EE UU, para satisfacción del primer ministro israelí, ha conseguido que no se hable. La paz no ha llegado en absoluto. Lo que hay en Gaza es un alto el fuego por etapas. La primera —intercambio de rehenes israelíes por prisioneros palestinos— se está cumpliendo sin que haya noticias de la segunda, que debía comenzar este lunes. Eso es lo que debería centrar la discusión global sobre una Franja que Trump imagina llena de hoteles y casinos de lujo levantados sobre las cenizas de un pueblo devastado al que quiere expulsar de su tierra.