Tenemos que hablar sobre el ruido

Cada vez es más habitual cruzarse con especímenes de ‘Homo sapiens’ que hablan a voz en cuello a unos teléfonos celulares desde los que se puede oír a alguien contestar, también a gritos, gracias al modo manos libres

Una pancarta en el barrio barcelonés del Raval pedía en abril de 2023 respeto y silencio en las actividades de ocio nocturno.Carles Ribas

Los pájaros urbanitas se ven obligados a cambiar el tono de voz para hacerse escuchar sobre el estrépito de la ciudad. En su adaptación al medio, muchos mirlos aumentan el volumen de sus cantos para que otros reciban sus mensajes, ya sean de apareamiento o de alerta. Hay más animales en nuestras urbes a los que les pasa algo parecido. A los humanos, sin ir más lejos. Cada vez es más habitual, por ejemplo, cruzarse con especímenes de Homo sapiens que hablan a voz en cuello a unos teléfonos celul...

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Los pájaros urbanitas se ven obligados a cambiar el tono de voz para hacerse escuchar sobre el estrépito de la ciudad. En su adaptación al medio, muchos mirlos aumentan el volumen de sus cantos para que otros reciban sus mensajes, ya sean de apareamiento o de alerta. Hay más animales en nuestras urbes a los que les pasa algo parecido. A los humanos, sin ir más lejos. Cada vez es más habitual, por ejemplo, cruzarse con especímenes de Homo sapiens que hablan a voz en cuello a unos teléfonos celulares desde los que se puede oír a alguien contestar, también a gritos, gracias al modo manos libres. La cuestión es saber si esto es una forma de supervivencia, un síntoma de la confusión contemporánea o, simplemente, mala educación.

Un paisaje sonoro lo conforman los sonidos propios de un lugar, momento o actividad. Según estableció el compositor e investigador canadiense R. Murray Schafer, se dividen en dos grandes categorías. El paisaje sonoro de alta fidelidad es uno equilibrado en el que se pueden reconocer los distintos sonidos, su fuente y hasta su procedencia. El de baja fidelidad está tan lleno de sonidos que no hay manera de extraer las sutilezas entre la cacofonía reinante. La alta fidelidad se escucha en entornos naturales y la baja, en las ciudades, donde hay un zumbido constante compuesto por la bulla de vehículos, obras, actividades de ocio y esas conversaciones altisonantes con los móviles, las penúltimas en llegar a nuestra fiesta del ruido.

El problema de este enojoso asunto acústico está en la subjetividad. En física, se define “sonido” como la transmisión de una onda a través de un fluido. Sin embargo, no hay una definición tan impecable para la palabra “ruido”. La Real Academia la explica como “sonido inarticulado, por lo general desagradable”. Vale, pero ¿desagradable para quién? ¿De qué manera? Del mismo modo que al propietario de una Harley-Davidson el petardeo que escupe su moto le resulta música celestial, a quien socializa en el autobús su discurso telefónico le puede parecer muy pertinente que su voz llegue hasta la última fila.

No es este, en cualquier caso, el mayor trastorno sonoro de las urbes. El tráfico, emisor de alrededor del 80% de la contaminación acústica urbana, es responsable, por eso, de un buen montón de problemas de salud que son consecuencia de tener a nuestros cuerpos en permanente estado de alerta. No es el mayor trastorno sonoro que sufrimos, decía, pero sí uno que quizá podamos resolver sin necesidad de iniciar una revolución.

Llegados a este punto, conviene recordar un par de cosas. La algarabía urbana puede ser también un rasgo de vitalidad y tolerancia de las ciudades, algo que nadie debería tratar de acallar sin matices. También los conflictos. Lo son, a pesar de su mala fama, porque ofrecen la oportunidad de dialogar sobre lo que nos perturba y de empezar así a encontrarnos y a encontrar juntos otras formas de hacer.

En Barcelona, por ejemplo, llevan unas semanas hablando de ruido. El Ayuntamiento de la ciudad tiene una ordenanza contra la contaminación acústica que, aplicada con rigor, ha cerrado algunas instalaciones del colegio Salesians Rocafort. Esto ha provocado una conversación más o menos airada entre asociaciones de madres y padres de alumnos, entidades contra el ruido y administraciones; un conflicto a partir del cual ya se están planteando excepciones a la norma y que, además, está abriendo la discusión sobre por qué los patios escolares se subarriendan para actividades pasadas de decibelios durante horas no lectivas.

Tenemos que hablar más y, sobre todo, mejor, también sobre el ruido. Si nos molesta el sonido que emite el vecino —de casa, de transporte público, de restaurante, de trabajo—, quizá podamos iniciar una conversación con él. Puede salir mal, pero puede que no. Es posible que le ayudemos a darse cuenta de que, como los mirlos urbanos, está haciendo ruido empujado por el ruido que le rodea. Incluso puede que nosotros mismos comprendamos que nos sucede exactamente lo mismo. Porque todos vivimos confundidos por un barullo constante que es mucho más que acústico. Un ruido que también es mental y que tiene que ver con la inquietud que nos generan servicios y aplicaciones tecnológicas diseñadas para engancharnos a la distracción. Y con la prisa, una velocidad impuesta por las exigencias de un modelo económico que nos lleva con la lengua fuera; a unos para perseguir la promesa necesariamente incumplida de la felicidad a través del consumo y a otros, simplemente para sobrevivir.

“Vivir no es vivir, sino darse cuenta”, escribe el filósofo Josep Maria Esquirol en La resistencia íntima (Acantilado, 2015). Tener el ánimo y la fortaleza para ir contra esta corriente que nos conduce aturdidos, acelerados y bulliciosos hacia ninguna parte es ahora mismo un acto de resistencia. Un disidente darse cuenta que empieza por parar, callar, observar y escuchar. Dicho así, quizá no parezca gran cosa, pero seguro que es mucho más agradable que ir dándonos gritos por ahí.

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