Los golfos de América
Trump y Sheinbaum chocan por las denominaciones toponímicas de sus territorios con cartas marcadas
No sé qué me inspira más tedio, si lo del presidente de Estados Unidos o lo de la presidenta de México. Trump compareció ante los medios esta semana, apoyó firmemente las manos en el atril como si este fuera a salir volando, dobló la cabeza, enarcó las cejas y, con ceño fruncido, avisó de las nuevas posibilidades de control territorial de Estados Unidos bajo su mandato:...
No sé qué me inspira más tedio, si lo del presidente de Estados Unidos o lo de la presidenta de México. Trump compareció ante los medios esta semana, apoyó firmemente las manos en el atril como si este fuera a salir volando, dobló la cabeza, enarcó las cejas y, con ceño fruncido, avisó de las nuevas posibilidades de control territorial de Estados Unidos bajo su mandato: toma del canal de Panamá, adquisición de Groenlandia e inclusión de Canadá como nuevo Estado. Con el mismo tono y actitud, sin dejar de presionar el atril ni de mirar con ojos entornados hacia algún punto del auditorio, propuso también la modificación del nombre Golfo de México, que, según él, habría de llamarse en lo futuro Golfo de América.
Días más tarde, de pie ante la proyección del fragmento de un mapa de inicios del siglo XVII, micrófono en mano, en una posición similar a la del meteorólogo que nos da el parte, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, recordó a un conjunto de periodistas convocados que la cuenca oceánica que recorre los litorales de México, Cuba y Estados Unidos ha sido históricamente nombrada como Golfo de México. Añadió, además, que en ese mapa que mostraba, la parte oeste de los actuales Estados Unidos era denominada “América Mexicana”. Así que sonrió, y con la palma de la mano abierta señalando el mapamundi, dijo condescendiente refiriéndose a Estados Unidos: “¿Por qué no le llamamos América Mexicana? Se oye bonito, ¿verdad que sí?”. El vídeo, emitido en algún informativo español, deja oír ciertos rumores de risas de fondo.
Es previsible que a los filólogos, que estudiamos la toponimia en su decurso histórico con sus étimos y sus cambios, nos conciernan estas noticias sobre ocurrencias onomásticas. A veces nos piden que intervengamos en el debate público para explicar la profundidad histórica de un término o el procedimiento internacional que acuerda y reconoce los nombres geográficos. Pero, dicho más con tedio que indignación, cuando las cartas están marcadas, la jugada no va más, y no me apetece tocar los naipes. Porque hay algo por debajo de todo esto. Y en estos momentos es ese estrato lo que veo bajo la anécdota onomástica.
Por un lado, veo la novedad de que Trump se meta por primera vez en la batalla de los nombres, ya que hasta el momento parecía ajeno a estos asuntos: adverso refutador de lo woke, ha sido irónico sobre las propuestas que se han hecho desde sectores demócratas de su país en torno a reconsideraciones sociales, a veces explicitadas en cambios de designación de sectores minoritarios. Sus tácticas de ataque lingüístico han pasado en general por desconsiderar los nombres nuevos que se dan a las cosas y motejar despectivamente a personas, principios y hechos adversos a él. La idea de abrir debates onomásticos, por ejemplo sobre la geografía, ha sido más querida en la política mexicana. De hecho, López Obrador, predecesor de Sheinbaum, propuso hace un par de años que se dejase de llamar Mar de Cortés a las aguas del Golfo de California (curiosa la obsesión por los golfos de ambas naciones...). El populismo onomástico de Trump, que antes iba por otro camino, converge con el del anterior presidente de México. Y ambos populismos crecen.
Por otro lado, cuando la presidenta entra a contestar a Trump, abre su propio mapa de contradicciones al escoger la antigüedad de su país a la carta. Quien se empeña en que el rey Felipe VI pida hoy perdón por la conquista reclama la pertinencia de un mapa del XVII para hablarle a Trump de la ascendencia mexicana de la costa oeste del continente y de la importancia histórica de México en su época española. Pero los planisferios antiguos hay que exhibirlos con cuidado: ese mismo mapa que se enseñó en la comparecencia llama Magallánica a la Antártida y Nova Francia a la costa este de Estados Unidos, crea una América Peruana, paralela en el sur a la mexicana, y, en su ángulo inferior, representa a ambas con escenas de canibalismo. Es lo que pasa con los mapas antiguos, que son geográficos, etnográficos e ideológicos, y no encajan del todo en nuestros tiempos, por más que nos convenga uno de sus cuadrantes.
Y sí, a Trump se le puede explicar la historicidad del término Golfo de México con mapas o con textos, igual que sería fácil desde España terciar en la polémica y hacerla crecer en populismo pseudohistórico, porque hay mapas del siglo XVI donde el golfo de México es llamado Golfo de la Nueva España. Y claro que podríamos entrar en el juego de las gracias lingüísticas y proponer que se llamase a ese golfo Golfo de Trump, haciendo el juego de palabras con esas construcciones preciosas que las lenguas romances heredaron del genitivo latino y que nos hacen decir “demonios de hombres” o “porquería de sueldo”. Pero por mucho que me gusten la toponimia o los mapas, no voy a hiperventilar ante esta polémica. Veo el capote filológico, sí, y aunque se me van los ojos, paro los pies y no entro al trapo. Siento que el dedo apunta hacia el lugar interesado al que quieren que embistamos, y distrae del mapa de problemas que deberíamos atender. Mal harían mexicanos y estadounidenses si, con la que está cayendo, estiman en algo este absurdo debate.