La revancha de la verdad

Mientras la posmodernidad celebraba que no existieran los hechos, el populismo trumpista decidió coger las herramientas que otros habían dejado tiradas y se puso manos a la obra

Donald Trump durante un mitin de campaña en Grand Rapids, Michigan (Estados Unidos), el pasado 4 de noviembre.CJ GUNTHER (EFE)

La verdad es enemiga de la democracia. Puede parecer una provocación, pero, hasta hace muy poco, esta irresponsable premisa era acogida por gran parte de nuestros intelectuales con alborozo y ademán vanguardista. Gianni Vattimo, padre de esa fórmula elegante que dio en llamarse “pensamiento débil”, llegó a escribir un pequeño ensayo en 2009 en el que exhibía esta emancipación de la realidad como una heroica conquista. Adiós a la verdad se llamaba. Para los herederos de Nietzsche y hasta para los liberales más vehementes ...

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La verdad es enemiga de la democracia. Puede parecer una provocación, pero, hasta hace muy poco, esta irresponsable premisa era acogida por gran parte de nuestros intelectuales con alborozo y ademán vanguardista. Gianni Vattimo, padre de esa fórmula elegante que dio en llamarse “pensamiento débil”, llegó a escribir un pequeño ensayo en 2009 en el que exhibía esta emancipación de la realidad como una heroica conquista. Adiós a la verdad se llamaba. Para los herederos de Nietzsche y hasta para los liberales más vehementes seguidores de Karl Popper, la verdad era un concepto sospechoso de ser conservador y casi absolutista. Una cosa viejuna de curas y metafísicos ortodoxos. Es de justicia subrayar que Hannah Arendt nunca cayó en este error, y la filósofa supo advertir que impugnar la distinción entre verdad y mentira es lo primero que hacen todos los totalitarismos.

El tiempo nos ha cambiado tanto que, en nuestros días, estamos viendo incluso a foucaultianos de comunión diaria pedir más funcionarios para medicalizar de forma estatal la salud mental. Las vueltas que da todo. Con la idea de verdad también estamos constatando la necesidad de regresar a un realismo mínimo que nos permita distinguir entre la verdad y la mentira. Hubo un momento en el que todo se nos llenó de relatos y de narrativas, y dado que hasta el lenguaje era fascista, como dijera Barthes, lo imperativo era zambullirse en el lúdico piélago de las interpretaciones. Un acuerdo mínimo sobre qué pudiera ser la realidad, el bien o la justicia no solo no era deseable, sino que casi estaría proscrito. La verdad era una cosa arcaizante, y aquí todos teníamos sed de futuro y de progreso.

Afortunadamente, la realidad se venga en ocasiones de forma irónica y, mientras cierta posmodernidad seguía celebrando que no existieran los hechos (¡todo son interpretaciones!), el populismo trumpista decidió coger las herramientas que otros habían dejado tiradas por el suelo y se puso manos a la obra. Fue entonces cuando Kellyanne Conway, asesora del extravagante presidente, acuñó la expresión “hechos alternativos” y todo saltó por los aires. El adversario nos ajustició con nuestro propio rifle. Solo cuando constatamos que son los otros los que quieren destruir el pacto entre las palabras y las cosas cobramos conciencia del incalculable riesgo que entrañaba desprestigiar algunos conceptos clásicos. Pero más vale tarde que nunca. Ha sido necesario que lo llenemos todo de mentiras para volver a darnos cuenta de lo necesaria que era la verdad.

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