Son virus, pero son nuestros virus

El LINE-1 ha tenido un papel fundamental en la evolución de los mamíferos

Ilustración del mecanismo de transferencia genética entre bacterias.NANOCLUSTERING/SCIENCE PHOTO LIB (Getty Images)

Atiende, que esto es más importante de lo que parece. El genoma humano es un texto (gatacca…) de 3.000 millones de letras, lo que equivale a 3.000 libros gordos como el recién publicado Nexus de Yuval Noah Harari, cuya lectura te recomiendo. No hace falta que lo leas 3.000 veces, con una vale, pero si fueras un lector de genomas tendrías que tragarte el equival...

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Atiende, que esto es más importante de lo que parece. El genoma humano es un texto (gatacca…) de 3.000 millones de letras, lo que equivale a 3.000 libros gordos como el recién publicado Nexus de Yuval Noah Harari, cuya lectura te recomiendo. No hace falta que lo leas 3.000 veces, con una vale, pero si fueras un lector de genomas tendrías que tragarte el equivalente a 3.000 libros tamaño Nexus cada vez que quisieras conocer la información que contiene una sola de tus células. Por ejemplo, una maquinaria celular tiene que copiar esos 3.000 libros gordos, letra por letra, cada vez que la célula se divide, lo que ocurre cada dos por tres. Y otras maquinarias tienen que extraer de ahí la información y entenderla para que tus hepatocitos, tus linfocitos y tus neuronas funcionen. Es la vida, amigo. Tu vida.

De los 3.000 libros, nada menos que 600 consisten en copias de un antiguo virus llamado LINE-1. No están juntos en la biblioteca, sino repartidos por todo el genoma. De hecho, un virus LINE-1 solo mide cuatro páginas, aunque son cuatro de las mejores páginas que ha escrito la evolución biológica en la historia del planeta. Contienen los genes necesarios para que el virus saque copias de sí mismo y salte a otros lugares del genoma. Ha perdido, sin embargo, los que en el pasado remoto le permitían construir un envoltorio de proteínas y formar así una partícula viral que infectaba a otras células y otros individuos. Por eso LINE-1 ya no es un virus de pleno derecho, sino un “transposón”, un pequeño paquete de genes que opera en el genoma de una sola célula, a veces saltando de sitio y otras veces sin necesidad siquiera de moverse.

El embarazo aumenta mucho la demanda de glóbulos rojos (o eritrocitos), las células repletas de hemoglobina que transportan el oxígeno por la sangre, para satisfacer las necesidades del feto y de la placenta. Acabamos de saber que el responsable de aumentar la producción de eritrocitos es LINE-1. El embarazo despierta a este y otros antiguos virus en el genoma de la mujer, el sistema inmune reacciona contra ellos y el resultado es que la producción de células de la sangre se dispara. Es algo que ocurre durante una infección viral convencional —los linfocitos, o glóbulos blancos, encarnan el sistema inmune—, pero en este caso se pone al servicio de las necesidades del embarazo al aumentar los eritrocitos, o glóbulos rojos. La evolución es oportunista. De otro modo nunca llegaría a tiempo de hacer nada útil.

Pero eso es solo lo más reciente. La investigación de los últimos años ha revelado que LINE-1 es también el responsable de mantener activas a las células progenitoras de las neuronas en el cerebro. Si este antiguo virus está demasiado inactivo, las células progenitoras dejan de dividirse y se convierten (se diferencian, en la jerga) en neuronas maduras que ya no pueden proliferar. El aumento de la actividad de LINE-1 refrena la diferenciación y mantiene así a las células progenitoras en proliferación activa. Este transposón, o antiguo virus, es por tanto esencial para que nuestro cerebro alcance el gran número de neuronas que le caracterizan. La actividad de los transposones también es alta durante las fases más tempranas del desarrollo, y todo indica que es necesaria para que las células madre embrionarias se mantengan en proliferación activa.

Las evidencias de que los transposones han tenido un papel fundamental en la evolución de los mamíferos, y más en concreto en la evolución humana, son aplastantes a estas alturas. Barbara McClintock, la gran genetista estadounidense que descubrió estos elementos móviles y sufrió décadas de ninguneo y censura académica por ello, debe estar revolviéndose en su tumba. Pero esta vez de placer.

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