El esqueleto de Auschwitz

El campo de concentración y el estado de excepción no son anomalías en la historia de Europa, sino la expresión de lo que sucede una y otra vez

Vista aérea del campo de recepción para inmigrantes trasladados desde Italia y levantado en el puerto de Shengjin (Albania).Florion Goga (REUTERS)

Auschwitz podría no ser únicamente el acontecimiento único que dejó mudos a los poetas —Theodor Adorno afirmó la imposibilidad de escribir poesía tras la profunda herida de lo allí sucedido—, podría no representar solo la excepción política que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, como se ha venido interpretando con fuerza desde que sucedió. Tal vez hubo un Auschwitz antes de Auschwitz y lo hay también después de él.

La idea de la existencia de un Auschwitz antes de A...

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Auschwitz podría no ser únicamente el acontecimiento único que dejó mudos a los poetas —Theodor Adorno afirmó la imposibilidad de escribir poesía tras la profunda herida de lo allí sucedido—, podría no representar solo la excepción política que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, como se ha venido interpretando con fuerza desde que sucedió. Tal vez hubo un Auschwitz antes de Auschwitz y lo hay también después de él.

La idea de la existencia de un Auschwitz antes de Auschwitz viene sustentada, ya lo sabemos, por las tesis del pensamiento decolonial, de las cuales viene hablándose recientemente en abundancia, y según las cuales muchos procesos coloniales utilizaron técnicas de deshumanización con rasgos muy parejos a los de Auschwitz. Pero, ¿y si Auschwitz, el paradigma, el ejemplo perfecto del campo de concentración, viniese repitiéndose a lo largo de nuestras democracias, adoptando disfraces que nos hacen no reparar demasiado en ello? ¿Y si los estados de excepción, donde hay una suspensión de la norma, como sucedió en los campos de concentración nazis, del que Auschwitz es culmen, no fuesen en realidad una excepción sino la norma misma, la estructura de nuestras avanzadas democracias? ¿Y si Europa no es más que una continua máquina de producción de pequeños estados de excepción?

El filósofo italiano Giorgio Agamben, recordemos, señalaba la existencia en el corazón mismo de nuestras democracias de una estructura de mutua dependencia entre zoés y bíos. Bíos son las vidas que tienen derechos, las vidas ciudadanas, las que tienen biografía, mientras que las zoés representan el vivir común a todos los seres vivientes, las formas de vida que están desposeídas de derechos, las que solo contienen el mero hecho de vivir, y a menudo en un grado tan alto que son matables, es decir, que se puede disponer de ellas sin que siquiera ese acto conlleve una respuesta. Son las vidas nudas. Sin duda el campo de concentración nazi es la culminación de esa suspensión de la norma, el lugar donde pueden suceder los crímenes más abyectos. Pero Agamben trae el modelo del campo a las políticas recientes y reconoce los mismos elementos constitutivos de los estados de excepción en sucesos tales como el del estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó a inmigrantes albaneses antes de devolverlos a su país, o el Velódromo de Invierno, en el que las autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes, o las zones d’attente de los aeropuertos internacionales franceses, en los que durante cuatro días los extranjeros que solicitan el reconocimiento del estatuto de refugiado pueden ser retenidos antes de que intervenga la autoridad policial. No obstante, también el patrón se reconoce en Guantánamo, o en las medidas que tomó EE UU a propósito del 11 de septiembre, saltándose la Declaración de Ginebra sobre prisioneros de guerra. Estas zonas y situaciones de exclusión son solo algunas muestras, pero si al abrir el periódico fuésemos capaces de tener otra mirada encontraríamos muchos más cada día.

Sin embargo, la tesis que sostiene Agamben es aún más fuerte: estas situaciones no son una excepción, sino, al contrario, una estructura necesaria de inclusión excluyente, una gestión política que necesita siempre la exclusión de algún otro para situarse donde está, un vínculo necesario que une el poder con la vida nuda y que está adornado de modo que resulte invisible sin una adecuada observación. Auschwitz es el paradigma del campo de concentración, del estado de excepción, es su hipérbole. Pero lejos de ser una anomalía en la historia de Europa es la expresión desmedida de lo que sucede una y otra vez. Por eso, Auschwitz no puede gozar del prestigio de la mística. Es cierto que es el epítome terrible, el lugar en el que se produjo el más ignominioso modo de hacer de la vida una vida nuda, de realizar la más absoluta condición de lo inhumano. Pero es también la terrorífica representación de lo que sucede cada día. Es importante que se relea desde esta perspectiva, que el concepto que es Auschwitz se ponga al día, que no quede como el altar del horror, si queremos avanzar en justicia social. Porque Auschwitz es la matriz oculta del espacio político en el que vivimos todavía y donde se suceden pequeños Auschwitzs. Un estado de excepción, un campo, sucederá siempre que encontremos un lugar de indiferenciación, una zona gris en que la vida nuda y la norma entren en un umbral de indiferenciación, independientemente de los crímenes que allí ocurran, solamente con que pudieran ocurrir al amparo de toda impunidad.

La sombra del esqueleto de Auschwitz clarea en la política migratoria europea que ha dado un giro al asumir la propuesta de Giorgia Meloni. ¿No tiene el centro de deportados que acaba de estrenarse en Albania y al que, al parecer, seguirán muchos otros, un cierto hedor a estado de excepción, a zona gris de incertidumbre? ¿Y sus internos, ahora devueltos a Italia por un tribunal, no empiezan ya a tener el semblante de vidas nudas?

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