La nueva hispanidad de los ‘no sabo’

Unir lengua e identidad puede ayudar a la identidad, pero no forzosamente a la lengua, como muestran los jóvenes estadounidenses latinos que no saben español

Una partidaria de Kamala Harris, en un acto electoral en octubre de 2020 en Texas.LM Otero (AP)

Un día antes de que mataran a Kennedy, su esposa Jackie estuvo hablando en español en Houston (Texas). Jacqueline había gozado de una educación cuidada, dirigida a debutar en sociedad con brillantez; estudió literatura francesa en la universidad e hizo el clásico tour por Europa de las jóvenes pudientes de Estados Unidos. Pero ella, nacida en 1929, no solo estudió francés: aprendió también español. Aunque pudiéramos sospechar que hay más ...

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Un día antes de que mataran a Kennedy, su esposa Jackie estuvo hablando en español en Houston (Texas). Jacqueline había gozado de una educación cuidada, dirigida a debutar en sociedad con brillantez; estudió literatura francesa en la universidad e hizo el clásico tour por Europa de las jóvenes pudientes de Estados Unidos. Pero ella, nacida en 1929, no solo estudió francés: aprendió también español. Aunque pudiéramos sospechar que hay más pragmatismo estadounidense que inquietud intelectual en esa inclusión del español en su formación, el gusto por los idiomas tuvo que ver en Jacqueline más con su propia curiosidad que con un despertar temprano de la sensibilidad norteamericana hacia la utilidad del idioma vecino.

Al final de los cincuenta la conciencia hacia el español en Estados Unidos empieza a surgir de la forma más fingida y efectiva posible: el aprovechamiento electoral. Los estadounidenses de raíces mexicanas y cubanas eran ya un grupo codiciable de votos. Desde dentro, se empiezan a organizar como colectivo: los clubes Viva Kennedy, llenos de mexicanos, tuvieron un importante peso en la victoria de Kennedy en 1960. Desde fuera, los gabinetes de campaña intentan que la comunidad latina se sienta próxima a unos candidatos que quedaban lejos de ellos culturalmente: blancos, de ascendencia europea y desconocedores de la tradición hispana de territorios como Texas. Que la mujer del candidato Kennedy supiera español era un activo aprovechable: Jackie graba anuncios en español en la campaña electoral y, con su marido convertido en presidente, toma la palabra en público varias veces para hablar español. La última vez fue el 21 de noviembre de 1963, en un acto en Houston, con un mensaje memorizado y sin demasiada fluidez. Al terminar, el público aplaude y, en español con acento mexicano, se lanzan vivas a Kennedy, que sonríe sin saber que va a morir asesinado al día siguiente.

La hispanidad que se hacía visible en esas campañas se vehiculaba en torno a un rasgo nuclear: la lengua. Se tenía por latinos a estadounidenses que eran mayoritariamente nacidos fuera del país, que hablaban inglés y español y a los que se pretendía llegar a través de su idioma, tenido como elemento básico de identidad. Es la misma razón por la que el propio Kennedy, sin las habilidades lingüísticas de su esposa, había proclamado en alemán “Ich bin ein Berliner” (”soy un berlinés”) en Berlín occidental, o George W. Bush dijo en un discurso en 2001 ante un grupo de hispanos: “Mi Casa Blanca es su Casa Blanca”.

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Son frases que no llegan ni a 10 palabras, creadas como lemas publicitarios. Ir más allá de ellas es bastante complejo, porque si se quiere apelar a la cultura y a las costumbres para buscar adhesión, el contraste entre lo que se dice y quién lo dice puede resultar tan llamativo que se descubra la farsa: en su momento, Hillary Clinton quiso atraer al voto hispano comparándose con una abuela latina sacrificada por el bienestar de su gente, a lo que la comunidad hispana respondió con la etiqueta #NotMyAbuela. Hillary fue acusada de hispandering, un acercamiento superficial, prestado e hipócrita a la comunidad hispana. El término hispandering no nos provoca en español la negatividad que tiene en inglés, donde pandering significa adular hipócritamente y de forma oportunista: el término viene de Pándaro, un héroe de la guerra de Troya al que la tradición medieval posterior quitó el heroísmo y convirtió en alcahuete y conseguidor sexual.

Cuando se quiere apelar a la identidad y a los valores de un colectivo, ya no basta solo con la lengua. De hecho, ni siquiera es necesaria la lengua. En Estados Unidos, esta hispanidad postiza que busca votos se encuentra hoy con la existencia de jóvenes estadounidenses de familia latina y crianza culturalmente hispana que no saben español. Son los llamados no sabo, un término que, de nacimiento despectivo, se ha convertido en reclamación identitaria: los no sabo kids se etiquetan en las redes, se preguntan en inglés por qué no fueron criados en español, admiten que lo hablan con escasa fluidez (la propia de decir no sabo por no sé) y reclaman ser incluidos en una nueva idea de hispanidad.

Los no sabo son la muestra de que unir lengua e identidad puede ayudar a la identidad, pero no forzosamente a la lengua. Esto nos puede llamar la atención en España, donde toda identidad política ha buscado fundarse lingüísticamente (sobre ello debate el reciente libro de Manuel Toscano, Contra Babel, en Athenaica) pero en Estados Unidos se atestigua en cifras: el último Anuario del Instituto Cervantes revela que hay ya en Estados Unidos más hablantes de español nacidos en Estados Unidos que nacidos fuera, y, si un 67,6% de ellos usa el español en casa, hay que pensar en el 32,4% restante, que no lo hace y origina el fenómeno de los no sabo.

Los 12 de octubre de los últimos años nos han habituado a discusiones que giran en torno a los huevos que se lanzan a las estatuas de Cristóbal Colón, nacido en el siglo XV, o en torno al error que supuso la hispanidad tópica de pecho erguido que construyó el franquismo, caduca y penosa. Pero hay otras hispanidades que se desarrollan, que están vivas, que en los medios apenas vemos y que los gabinetes electorales no terminan de entender. Hoy, Día de la Fiesta Nacional de España, es un buen momento para recordarlas.

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