Las afganas, bajo la dictadura del silencio

La comunidad internacional debe vincular cualquier diálogo con los talibanes al fin de la creciente opresión contra las mujeres

Un grupo de afganas esperaban en mayo de 2023 en Kabul a recibir raciones de comida distribuidas por una ONG.Ebrahim Noroozi (AP / LaPresse)

Tres años después del regreso de los talibanes al poder, Afganistán se ha convertido en un infierno en la Tierra para la mitad de su población, casi 21 millones de mujeres. Pese a sus iniciales promesas de “garantizar” sus derechos “de acuerdo con el islam”, la dictadura teocrática ha publicado unos 100 edictos que han ido cercenando progresivamente los derechos más elementales de las mujeres en todos los ámbitos: educación, sanidad, participación política, trabajo, ocio, cultura… La lista de restricciones estremece, pero el régimen ha endurecido aún más si cabe la represión con la promulgación la semana pasada de su primer conjunto de leyes de moralidad, tras su ratificación por el líder espiritual supremo, Haibatulá Ajundzadá.

Sus 114 páginas y 35 artículos forman un espeluznante catálogo de reglas que amplían restricciones ya intolerables, como ha recalcado la jefa de la misión de la ONU en el país, Roza Otunbayeva. Una medida particularmente ignominiosa y simbólica es la intención de los talibanes de condenar a las mujeres al silencio: la voz de las afganas queda prohibida en público. Ninguna podrá desde ahora cantar, recitar o hablar en público si no quiere exponerse al castigo del ominoso Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. Junto a ello, la obligación de cubrir el cuerpo en público en todo momento y llevar velo o la prohibición de mirar a hombres que no sean sus parientes y viceversa.

La comunidad internacional ya fracasó en impedir la vuelta de los talibanes, cuyo primer periodo de gobierno —de 1996 a 2001—se caracterizó por las constantes violaciones de derechos humanos, comenzando por los de las mujeres. El régimen fundamentalista busca ahora el reconocimiento internacional, usando como bazas su papel en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico con dos guerras abiertas en el tablero mundial. La ayuda internacional y el trabajo de las ONG sobre el terreno resulta crucial en un país en el que la pobreza extrema amenaza a la mitad de sus 42,2 millones de habitantes. Solo Nicaragua y China mantienen relaciones diplomáticas con el régimen, pero los talibanes han celebrado reuniones de alto nivel con representantes chinos o rusos. Y a finales de junio una delegación de Kabul —sin mujeres ni representantes de la sociedad civil— asistió en Doha a la tercera cumbre sobre Afganistán. Fue una contradicción palmaria de la ONU, cuyo relator especial sobre los derechos humanos en el país, Richard Bennett, había recordado días antes que la institucionalización de la opresión a mujeres y niñas “debería conmocionar la conciencia de la humanidad”.

Ninguna urgencia geopolítica justifica pasar por alto el aplastamiento fanático de los derechos humanos de las mujeres y niñas de Afganistán. La comunidad internacional no puede volver a dejar a las afganas abandonadas en el infierno. Ahora, además, en silencio.

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