Por qué Taylor Swift puede llevar a Estados Unidos a una nueva era

Los valores fundamentales que la cantante y sus admiradores defienden no son otros que los de la Declaración de Independencia: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad

Quintatinta

En uno de sus mayores éxitos, titulado Anti-Hero, Taylor Swift se presenta ante el público como un problema irresoluble, como un auténtico “monstruo de la montaña”. De hecho, la trayectoria profesional y la influencia de esta estadounidense de 34 años han trascendido todas las categorías conocidas hasta la fecha. No hay récord de...

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En uno de sus mayores éxitos, titulado Anti-Hero, Taylor Swift se presenta ante el público como un problema irresoluble, como un auténtico “monstruo de la montaña”. De hecho, la trayectoria profesional y la influencia de esta estadounidense de 34 años han trascendido todas las categorías conocidas hasta la fecha. No hay récord de ventas que la multimillonaria hecha a sí misma no haya batido, ni superlativo que no haya renovado, ni premio que no haya ganado varias veces. A partir del verano de 2024, “Taylor Swift” es algo más que una artista genial: es un fenómeno planetario, un movimiento cultural por derecho propio con cientos de millones de admiradores en todo el mundo.

No menos importante es que, con el tiempo, Swift ha adquirido un aura y una influencia políticas que podrían decidir las elecciones presidenciales estadounidenses del próximo otoño. Como ninguna otra artista contemporánea, sabe trascender las divisiones y los abismos de la sociedad de su país y unirlos en un nivel superior. Puede decirse que sus actuaciones y sus acciones tienen un potencial verdaderamente utópico.

Los valores fundamentales que Swift y sus admiradores, conocidos como swifties, defienden no son otros que los de la Declaración de Independencia de Estados Unidos: “La vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. En el universo multirramificado de sus canciones reina una voluntad de autonomía, autorrealización y bondad cotidiana cuyo gozo en la reflexión y autoironía jocosa encarnan lo mejor que puede ofrecer actualmente una industria cultural global de cuño occidental.

No hace falta ser un prosélito para sentirse conmovido por la energía absolutamente positiva y afirmadora de la libertad que Swift transmite por estadios, comunidades y por todo el éter con canciones como Love Story, All Too Well o Karma. El fundamento del yo lírico de estas letras tan sagaces como agudamente observadoras es un sí incondicional a la vida, a sus bellezas, y también a sus incoherencias. En vez de limitarse a esperar lo mejor con actitud pasiva, emprende la búsqueda emancipada de experiencias enriquecedoras. En lugar de limitarse a culpar a los demás, reflexiona sobre la precipitación de sus propias expectativas. En vez de recluirse en el papel de víctima quejosa, se abre de manera productiva a los propios anhelos, y también a las propias vulnerabilidades.

Es verdad que los precios de las entradas son prohibitivos, que la campaña de imagen está perfectamente orquestada y que cualquier posible rendija entre lo que parece y lo que es se ha tapado sin pérdida de tiempo. Aun así, Swift —quien no posee una belleza física espectacular ni un supertalento vocal— consigue con unos pocos acordes sacudirse cualquier escepticismo sobre su autenticidad, por cargado de prejuicios que esté, y desenmascararlo como lo que en realidad es: hostilidad a la buena vida en sí misma, alimentada por un odio permanentemente deprimido contra todo lo que tiene algún éxito y procura sensación de libertad en su realización. En palabras de una de sus canciones: “And the haters gonna hate, hate, hate, hate, hate / Baby, I’m just gonna shake, shake, shake, shake, shake” (”y los odiadores me odiarán, odiarán, odiarán, odiarán, odiarán / cariño, yo me limitaré a bailar, a bailar, a bailar, a bailar, a bailar”).

Sí, ella misma escribe sus letras. Sí, ella compone sus canciones. Y, sí, da una serie de conciertos de tres horas y media con una perfección casi sobrehumana.

Todo esto ya sería asombroso de por sí, pero oculta el enorme potencial político del fenómeno. Swift, nacida en 1989, es hija de un asesor financiero y, como tal, se sabe anclada en los valores conservadores de un Estados Unidos blanco. Para impulsar la carrera de su hija, cuya ambición saltaba a la vista tanto como su talento, la familia se trasladó pronto a Nashville, la ciudad de la música, donde la joven consiguió su primer contrato discográfico a los 15 años. Al principio, desempeñó con éxito el papel de chica de campo espabilada al estilo peluche sureño y actuó en el universo imaginario del bombón de instituto y camioneta del estadounidense medio profundamente arraigado en el corazón de su tierra.

Cuando, siendo ya mayor de edad, alcanzó el estatus de estrella mundial, un público en permanente fascinación fue testigo de múltiples autotransformaciones tanto musicales como estilísticas que, aun con toda su variabilidad, nunca perdieron el contacto con su medio original. Ni siquiera cuando, tras la elección de Donald Trump en 2016, Swift adoptó una posición política claramente progresista y defendió los derechos LGBTIQ en Tennessee.

Con una lengua ocurrente que deja desarmado, un patriotismo local creíble, un llamamiento a la búsqueda abierta del yo de toda persona libre y un reconocimiento transparente de los valores fundacionales estadounidenses, Swift encarna una vía de salida de las barricadas políticas presentes. Hay un Estados Unidos posible más allá del señalamiento rencoroso y la vigilancia paranoica del enemigo, las teorías de la conspiración basadas en la Red y la condescendiente mirada metropolitana a los perdedores de los Estados del interior. Se vive y se practica cada día en las pequeñas ciudades. Swift lo personifica en su mejor versión imaginable. La polifonía latente del país se refleja en la diversidad de estilos de la artista sin caer nunca en el vanguardismo elitista. Yo es siempre también otro. Y Estados Unidos, en su mejor versión, sigue siendo el lugar del mundo en el que vivir plenamente esta manera de ver las cosas. Eso siempre que no permanezca secuestrado por una dictadura de masculinidad tóxica alimentada por el miedo ciego de clase a las personas que trascienden su propio horizonte existencial.

Por el momento, el imán de jóvenes votantes que es Swift todavía no ha hecho pública su preferencia para las presidenciales de este año. Pero cuando a finales de 2023 salió a la luz que la artista, actualmente afincada la mayor parte del tiempo en Nueva York, había empezado una relación con la estrella del fútbol americano Travis Kelce, el campamento base de la campaña electoral de Trump pasó definitivamente al código rojo. Formando dúo con Kelce, un hombre del tipo leñador, imagen prototípica del deporte favorito por excelencia de los conservadores, además de superestrella de su franquicia más retrógrada (los Kansas City Chiefs), Swift es capaz de dar al poder unas sacudidas que con el tiempo podrían superar con mucho los meros apoyos de campaña. En la cima de su fama, podría estar incluso en camino de convertirse en presidenta del país de la libertad. Lo que Ronald Reagan consiguió en su día como estrella de cine crepuscular puede esperarse sin duda de la mayor estrella del pop de nuestros días. Que nadie dude de su ambición, de sus aptitudes, de su capacidad de imponerse, de su versatilidad.

En lugar de aparecer ante los demás como un problema irresoluble por su condición de gigante, en el futuro Swift podría elevarse a la categoría de solución política a problemas aparentemente irresolubles. Y, como “monstruo de la montaña”, poner la mira en el Capitolio de Washington. Estados Unidos, tierra de los swifties. Un sueño americano que merecería la pena intentar.

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