No es el ascensor, es el edificio
Pensar que el sistema educativo pueda solucionar por sí solo el problema social de la desigualdad de oportunidades resulta ficticio
“El ascensor social de la educación no funciona”, “el ascensor social se ha detenido, está roto, está averiado”. Estos son algunos de los titulares que a menudo se utilizan en reportajes y debates en los medios. La metáfora sugiere que el sistema educativo ya no es capaz de promover la movilidad social como lo hizo en décadas pasadas. También se suele usar esta metáfora para poner en cuestión la idea de que nues...
“El ascensor social de la educación no funciona”, “el ascensor social se ha detenido, está roto, está averiado”. Estos son algunos de los titulares que a menudo se utilizan en reportajes y debates en los medios. La metáfora sugiere que el sistema educativo ya no es capaz de promover la movilidad social como lo hizo en décadas pasadas. También se suele usar esta metáfora para poner en cuestión la idea de que nuestra sociedad sea meritocrática. En estas líneas argumento que la metáfora del ascensor social resulta engañosa porque centra la mirada de forma exclusiva en el sistema educativo, descuidando el análisis de problemas más estructurales que son los que realmente importan para promover la movilidad y la igualdad en las sociedades contemporáneas.
Es cierto que la investigación sociológica de la última década sugiere la existencia de problemas con el ascensor en España. Sin embargo, pocos han reparado en el hecho de que más que del ascensor, los problemas son del edificio que lo aloja, así como del uso que las clases altas hacen de dicho ascensor. Acompáñenme en la exposición de las razones por las que pienso que resulta imprescindible ir más allá de la metáfora del ascensor social, y centrarnos en el análisis de la estructura del edificio, donde residen los problemas más relevantes en la actualidad.
Para empezar, en el último cuarto del siglo pasado, se produjo en España un importante aumento de personas que subieron al ascensor para llegar a las plantas más altas, es decir, un crecimiento significativo en la proporción de gente que consiguió estudios universitarios. En paralelo, la proporción de ocupaciones que requieren alta cualificación también creció, pero en menor grado. Esto creó un desajuste estructural porque el número de quienes ostentan estudios universitarios es mayor que el número de trabajos disponibles para ellos. Este desajuste se traduce en el denominado fenómeno de la sobrecualificación. Para que se hagan una idea del tamaño del problema, en la actualidad alrededor de una de cada tres personas de entre 25-34 años ocupadas con titulaciones universitarias trabaja en una ocupación para la que se requiere un nivel de estudios inferior al universitario en España.
Por otro lado, la investigación científica más reciente muestra que el ascensor de la educación no baja para los que provienen de familias de clase alta (para entendernos, aquellos cuyos padres tienen estudios universitarios). A pesar de obtener malas notas o incluso de tener que repetir curso, los estudiantes de clase alta consiguen terminar el bachillerato y, a menudo, obtener un título universitario. Todo ello gracias al apoyo de su familia de origen que proporciona ayuda extra tales como clases particulares, tutorías, o incluso la selección de colegios y universidades privadas donde (por término medio) el nivel de exigencia académica suele ser menor. Para simplificar, podríamos referirnos a estas múltiples estrategias de rescate y segundas oportunidades educativas para los jóvenes de clase alta como el efecto Froilán, en referencia al vástago de la Casa Real que, a pesar de varias desventuras y un rendimiento escolar poco brillante, ha conseguido terminar el bachillerato en Estados Unidos y posteriormente se ha matriculado en una universidad privada en Madrid.
Pero hay más: investigaciones recientes indican que entre los estudiantes con buen rendimiento formativo, el ascensor no se para en la misma planta, como mínimo en términos salariales. A igualdad de titulación, los hijos e hijas de familias de clase alta suelen conseguir empleos mejor remunerados que los hijos e hijas de familias de clase baja, independientemente de que ambas presenten altos rendimientos universitarios.
Para resumir: el ascensor educativo se ha llenado cada vez más de estudiantes universitarios que llegan a posiciones donde no todos pueden quedarse. A la vez, el ascensor educativo para los estudiantes de clase alta no baja cuando son malos estudiantes y les permite subir un poco más, en términos de salarios, cuando son buenos estudiantes. En definitiva, las clases altas dominan el funcionamiento del ascensor para que sus descendientes obtengan más ventajas y mantengan así su posición de privilegio social.
No obstante, resulta necesario realizar un matiz importante. Para alguien de clase social baja, estudiar todavía representa el medio principal (y quizás el único) para mejorar su posición social. En este sentido, las políticas para favorecer a los estudiantes de familias con menos recursos, como políticas de apoyo escolar o becas, siguen siendo fundamentales para reducir las desigualdades educativas.
Sin embargo, pensar que el sistema educativo pueda solucionar por sí solo el problema de la desigualdad de oportunidades y hacer nuestra sociedad más justa resulta ficticio. La función igualadora del sistema educativo choca con la lógica profundamente desigualadora de las familias, cuya preocupación es proporcionar la mayor ventaja posible a sus descendientes. La metáfora del ascensor roto atribuye la responsabilidad exclusiva de la desigualdad social al sistema educativo, cargándolo con una responsabilidad de lograr justicia social que no le corresponde completamente, o al menos no de manera exclusiva.
Algunas políticas pueden limitar las posibilidades de que los padres proporcionen segundas oportunidades a sus hijas o hijos. Por ejemplo, con un control más severo sobre las universidades privadas se podría evitar que dichas universidades se conviertan en un ascensor de uso particular para los estudiantes de clase alta que no consiguen notas suficientes para entrar en las carreras más demandadas en las universidades públicas. Sin embargo, y más allá de este ejemplo, se requerirían políticas muy invasivas con las decisiones de las familias, cuestionables en su justificación ética y de difícil actuación política. Y, sobre todo, con muy escasa posibilidad de ser eficaces porque el privilegio siempre encuentra su manera de reproducirse.
No nos engañemos: si a lo que de verdad aspiramos es a reducir las desigualdades intergeneracionales y crear una sociedad más justa, donde la lotería del nacimiento no determine tanto los destinos sociales, quizás sea la hora de dejar de mirar al ascensor y centrarnos en el análisis del edificio donde queremos vivir. Enfrentarnos a preguntas como las siguientes podría ayudar: ¿Queremos vivir en un rascacielos estrecho, de 200 metros de altura, sin ninguna posibilidad de contacto entre los que viven arriba y los que viven abajo? ¿O preferimos vivir en un edificio un poco más bajo, con menos distancia entre los que están arriba y los que están abajo, con más posibilidades de contacto entre ellos y donde existan espacios comunes?
Responder a estas preguntas requiere una reflexión sobre el modelo de sociedad en la que queremos vivir. Desde luego, es más complicado intervenir sobre la estructura o la altura del edificio que limitarse a reparar un ascensor roto. Intervenir en el edificio requiere decisiones de política fiscal valientes y progresivas. También requiere impulsar la creación de empleo, para moldear la estructura y disminuir la distancia entre las plantas que componen nuestra casa común. En definitiva, pensar en un edificio diferente requiere un debate público informado y transparente. El primer paso para ello implica dejar de hablar solo de ascensores para centrarnos, al menos un poco, en los edificios.