Poder y autoridad en España
Ningún arreglo político es eterno ni debe ser petrificado. Tampoco el arreglo fundacional de la Transición. Toca renovarlo
Hay una diferencia política decisiva entre el poder y la autoridad. El poder es fuerza, física o no física. La autoridad es legitimidad política.
El poder se adquiere cuando se sale ganador del choque de fuerzas. Implica siempre, de un modo u otro, usar y a menudo exagerar el miedo para doblegar voluntades. La legitimidad de la autoridad, en cambio, se obtiene a través de una narración que nos persua...
Hay una diferencia política decisiva entre el poder y la autoridad. El poder es fuerza, física o no física. La autoridad es legitimidad política.
El poder se adquiere cuando se sale ganador del choque de fuerzas. Implica siempre, de un modo u otro, usar y a menudo exagerar el miedo para doblegar voluntades. La legitimidad de la autoridad, en cambio, se obtiene a través de una narración que nos persuade en buena lid de aceptar un determinado entramado político. Quien tiene autoridad se hace cargo del miedo propio y ajeno, pero no infunde miedo. El poder, como decían los viejos anarquistas, corroe tanto a quienes lo tienen como a quienes lo anhelan. La autoridad, por su parte, es como una buena novela: da un sentido que desconocíamos a la historia de nuestras vidas y hurga en nuestra imaginación política.
Nadie como los hacedores de la Transición entendió mejor esta diferencia. La narración que ofrecieron presuponía dos cosas. Primero, que el choque bruto de fuerzas iba a ser políticamente infértil para todos los bandos involucrados. Había que renunciar al poder entendido como el resultado de un mero pulso. Segundo, y mucho más importante, que el verdadero poder político solo se obtiene cuando se tiene autoridad. Quien persuade a alguien de que tiene sentido aceptar y defender un determinado arreglo político tiene mucho más poder que quien fuerza a los demás a someterse a ese arreglo.
Los hacedores de la Transición se dieron cuenta de que la refundación de España pasaba por la autoridad, no por el poder en su sentido más primitivo. Aquella refundación alcanzó poder político en un sentido pleno: durante décadas, la mayoría de ciudadanos hizo suya la causa del arreglo político conocido como “la Transición”, convirtiendo así en marginal la intervención coercitiva del Estado. Solo es posible obtener semejante grado de poder político si la prioridad es tejer un relato que personas con diferentes sensibilidades puedan hacer genuinamente suyo. Construir una cultura política involucra más poder que salir ganador del choque bruto de fuerzas. Esto implica, desde luego, renunciar a la idea de que la política es la traducción perfecta de nuestro imaginario moral: a veces —pero solo a veces— se tiene autoridad política precisamente porque se toman decisiones inmorales.
Nada de lo anterior diluye la idea de que la política es conflicto, como sostienen algunos críticos de la Transición. De la contraposición de proyectos políticos surgió la autoridad sin que dejara de haber contraposición política. Para entendernos: Santiago Carrillo no dejó de ser un rojo para convertirse en un hacedor de la Transición; más bien siguió siendo rojo a pesar de ser un hacedor de la Transición. Y es que la incoherencia no es un obstáculo para tener autoridad política, sino uno de los materiales de los que está hecha la autoridad política y, por tanto, el poder transformador de la política. Por lo demás, y como decía Ferlosio, la coherencia vale poco más que la rima, pero es mucho más peligrosa. (Aviso para oportunistas: no es lo mismo ser incoherente —algo inevitable— que ser cínico —algo evitable e indeseable—).
Sin embargo, ningún arreglo político es eterno. Tampoco el de la Transición, como supieron ver con lucidez sus críticos hace casi 15 años. Toca renovar el arreglo político fundacional de España. El editor Miguel Aguilar escribió una vez que él había preferido ser hijo de la Transición que nieto de la Guerra Civil. Pero el problema es otro. Buena parte de las siguientes generaciones —no necesariamente en un sentido cronológico, sino en uno cultural— parece preferir, consciente o inconscientemente, ser biznieta de la Guerra Civil que nieta de la Transición. Esto no quiere decir que deseen una guerra civil, naturalmente. El asunto es más sutil. Es una manera de transformar al adversario político en un enemigo moral, de manera tal que la contraparte ya no es alguien a quien hay que vencer políticamente, sino alguien cuyo discurso debe ser moralmente eliminado a través de medios que no involucran violencia física. Creen que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Creen, en fin, que Von Clausewitz se equivocaba en el orden de los factores, pero no acerca de cuáles eran los factores relevantes.
La manera de contrarrestar este anhelo por un choque de fuerzas que fetichiza el miedo y sacraliza el antagonismo moral no es petrificando el arreglo de la Transición. De lo contrario, cada vez habrá más gente que se adhiere a él no por la autoridad que emana, sino porque teme su capacidad coercitiva. Y, a la larga, un arreglo que se sostiene principalmente por la amenaza de sanción es un poder inestable, frágil y, al final, autodestructivo.
El relato de autoridad de la Transición ha dejado de tener sentido para diferentes grupos políticos. Omitiré los nacionalismos periféricos y el nacionalismo español de Vox y de parte del PP. Me centraré en Podemos, de cuya entrada en la vida política institucional, con su llegada al Parlamento Europeo en 2014, se cumplen 10 años. De entre los diversos grupos para quienes el arreglo de la Transición carecía de autoridad, Podemos fue el que más explícita y sinceramente propuso una refundación.
Sin embargo, quienes alumbraron Podemos estaban obsesionados con el poder en su sentido bruto. La narración que ofrecían para legitimar la refundación de España se apoyaba en ideas como “la casta”, ahora olvidadas o, peor aún, usadas por Javier Milei, quien se aupó a lo más alto de la Argentina berreando contra “la casta”. Pero esas ideas no solo formaban parte de una narración política que no daba a nuestra vida política y social ningún sentido que hasta aquel momento desconociéramos, así como tampoco estimulaba nuestra imaginación política, sino que eran puro relleno retórico para el verdadero objetivo: salir victoriosos del choque bruto de fuerzas. Había que ganar la batalla mediática, había que asaltar los cielos. Todo resultó ser lucha de poder para Podemos, hasta el punto de que, como una enfermedad autoinmune, destruyó Podemos por dentro. Tener autoridad era irrelevante. Pablo Iglesias, con la ayuda inestimable de una derecha mediática salvaje y de sus enemigos íntimos, dilapidó con una voracidad perturbadora la fuerza social que provenía del 15-M, y es que jamás pareció pasársele por la cabeza que el verdadero poder político se obtiene si se tiene autoridad. Así, escaló en un tiempo récord al podio de la larga, penosa y desdichada lista de líderes tóxicos de la izquierda española.
ETA, los GAL, la corrupción de altos cargos de los gobiernos de González, el antigualitario peix al cove de Pujol, un segundo mandato arrogante y belicista de Aznar o el sometimiento al austericidio a principios de la década de 2010. La autoridad de la Transición resistió por separado cada uno de estos embates. Pero, sumándolos, sucumbió.
El panorama es ahora desolador. Ni PP ni PSOE, que por sus dimensiones podrían iniciar la refundación arrastrando al otro, supieron entender que el surgimiento de Podemos era ante todo el síntoma del agotamiento de la autoridad del relato de la Transición. El PP no es un partido político; es una guardería para adultos: no se puede contar con ellos para nada serio, como lo demuestra que el grave berrinche de no querer renovar el CGPJ le ha durado cinco años. Y el PSOE es un partido al servicio de alguien a quien la autoridad le interesa con la misma frecuencia con la que a mí me interesa escuchar un disco de Radiohead: nunca.
Y, mientras tanto, la autoridad de la Transición no es un vivo ni un muerto. Es un zombi.