Dobles raseros
Señalamos sin tapujos los abusos que cometen otros, pero nos consideramos una excepción a las normas
Es casi tan difícil admitirlo como evitarlo. No tratamos a todo el mundo con el mismo baremo ético, con idéntica vara de medir. Nos ofuscan las pasiones, los odios y las distancias entre las distintas personas verbales. Nuestros juicios tienden a la conjugación irregular: yo hago, tú cometes, él perpetra. Perdonamos con facilidad nuestros errores mientras atizamos sin piedad los tropiezos de los demás. Cultivamos el amor propio y la vergüenza ajena. El doble rasero es el mal nuestro de cada día.
El rasero era un utensilio utilizado antiguamente para rasar las medidas del grano. Consistí...
Es casi tan difícil admitirlo como evitarlo. No tratamos a todo el mundo con el mismo baremo ético, con idéntica vara de medir. Nos ofuscan las pasiones, los odios y las distancias entre las distintas personas verbales. Nuestros juicios tienden a la conjugación irregular: yo hago, tú cometes, él perpetra. Perdonamos con facilidad nuestros errores mientras atizamos sin piedad los tropiezos de los demás. Cultivamos el amor propio y la vergüenza ajena. El doble rasero es el mal nuestro de cada día.
El rasero era un utensilio utilizado antiguamente para rasar las medidas del grano. Consistía en una vara metálica que permitía retirar el cereal que rebasaba el borde de las vasijas, asegurando así que todas contenían la misma cantidad, sin la menor diferencia. Se necesita pulso, delicadeza, disciplina y sentido de la equidad para rasar bien: arrasar es más rápido y embriagador. El filósofo Bertrand Russell afirmó que la humanidad posee “una moral que predica pero no practica, y otra que practica y no predica”. Alzamos la voz y fruncimos el ceño para exigir que el resto del mundo se comporte como es debido, pero con media sonrisa justificamos los incumplimientos, excepciones y exabruptos de quienes nos resultan más simpáticos. Con frecuencia, repartimos la culpa y la disculpa en función de las querencias, no de las evidencias; de las adhesiones, no de las acciones. El escritor Ambrose Bierce construyó un libro entero, El diccionario del diablo, a base de definiciones asimétricas y sarcásticas: “Una persona aburrida es la que habla cuando deseas que te escuche”. “Un egoísta es una persona que piensa más en sí misma que en mí”.
La política es un terreno particularmente fértil para este divorcio entre actos y principios. En la antigua república romana, un tribuno llamado Licinio Calvo propuso una serie de iniciativas legislativas que, como era costumbre en el derecho romano, quedaron unidas a su nombre. Las leyes Licinias, pensadas para contener los excesos de los ricos, limitaban la acumulación de tierra en manos de un solo propietario y protegían a los deudores frente a los acreedores. Se aprobaron contra la indignada oposición de los patricios. Años más tarde, el extribuno Licinio Calvo fue acusado de transgredir su ley por acaparar más tierra de lo permitido. Su avaricia rebasó los límites y acabó condenado a la pena que él mismo había fijado como legislador, desde el otro lado de la barrera.
Alguien condenado por su propia ley es la imagen perfecta de nuestras incoherencias. Señalamos sin tapujos los abusos que cometen otros, pero nos consideramos una excepción a las normas. Para nosotros siempre encontramos justificación, mientras lanzamos reproches: nada necesita más reforma que la conducta de los demás.
Esta disonancia moral tiene una raíz psicológica: contemplamos la realidad desde la atalaya del yo. Así, la paja en el ojo ajeno nos parece monstruosa en comparación con nuestra propia viga y nuestra propia vida. Inevitablemente, nuestras acciones —y razones— siempre nos resultarán más lógicas, más comprensibles, más motivadas. A todos nos duelen los mínimos golpes en carne propia, y al mismo tiempo soportamos como nadie los males que aquejan a los demás. Se necesita un poderoso ejercicio de imaginación para corregir esos errores de perspectiva, para reconocer que solo desde nuestro punto de vista somos el centro del mundo. Hay millones de centros más, convencidos de ser igual de decisivos; el planeta está superpoblado de protagonismos.
Nuestra memoria es víctima de un síndrome similar. Diversos experimentos muestran cómo el cerebro retiene los acontecimientos que nos favorecen, mientras barre bajo la alfombra aquellos que preferiríamos olvidar. De forma inconsciente, al final, la versión de los hechos que nos narramos a nosotros mismos resulta más convincente, vívida e indestructible que la propia experiencia. En su libro Los siete pecados de la memoria: Cómo olvida y recuerda la mente, el investigador Daniel L. Schacter revela el papel predominante que desempeña el yo al elaborar recuerdos. No somos observadores neutrales del mundo: reescribimos el pasado bajo la luz que más nos conviene.
Se precisan dosis enormes de personal escepticismo —hacia el interior— para contrarrestar estos sesgos y halagos suministrados de tan buena gana por nuestra mente. Algo similar ocurre siempre que admiramos el cielo nocturno y, contra toda evidencia visual, debemos admitir que esas estrellas pequeñas como gotas de luz son más grandes que nuestra Tierra. Solo con esfuerzo logramos reconocer que habitamos un minúsculo rincón del universo. Llamamos pequeños a los niños, cuando en realidad somos todos tan pequeños. Curiosamente, el verbo “considerar” contiene la raíz latina sider, que significa “estrella”, como en la palabra “sideral”. En su origen, se refería a buscar respuestas en los astros. Pero, de alguna manera, podría entenderse como una llamada a repensar la escala y la perspectiva de nuestras percepciones, en comparación con las proporciones de la noche constelada.
La sabiduría ancestral de numerosas culturas, religiones y filosofías creó, en distintas versiones y formulaciones, una “regla áurea” del comportamiento humano: «Trata a los demás como quisieras que te trataran a ti». Lo encontramos, entre otros, en Buda, Confucio, Sócrates, Epicuro y Jesús. La evidencia más antigua de esta ley dorada aparece en un relato del Imperio Medio egipcio, Historia del campesino elocuente, escrito hace unos cuatro mil años. Cuenta la historia de Inpu, un campesino del Oasis de la Sal a quien los esbirros de un hombre rico arrebatan su caravana mientras se dirigía al mercado. El desgraciado acude a denunciar su caso ante el intendente Rensi, y su discurso es uno de los más tempranos alegatos contra la corrupción de los poderosos: “Nada peor que una balanza que se inclina, una plomada que se desvía, un hombre justo e íntegro que se convierte en un bribón”. Tras la desconfianza inicial y la retahíla de sospechas, la historia tiene un final feliz y el campesino, gracias a sus convincentes discursos, logra una sentencia favorable y recupera los bienes robados. Allí se lee por primera vez la regla de oro: “Haz bien al otro, de modo que le impulses a obrar igual”.
El antiquísimo mandato, que revive en el imperativo categórico de Kant, sigue siendo hoy una asignatura pendiente: el reto de la reciprocidad. Aplicar la norma de tratar como quieres ser tratado —de verdad, no solo en el plano teórico y retórico— es tarea exigente. Quien lo sufrió lo sabe.
En nuestra época de filas cerradas y bandos aguerridos, no soplan vientos favorables para confiar en quien piensa distinto. Abundan las actitudes a la vez hostiles y susceptibles, al mismo tiempo infractoras y censoras. Frente a las gramáticas agresivas y los raseros injustos, que solo dejan un paisaje arrasado, quizá podríamos atrevernos a explorar el reconocimiento de los errores propios y la alabanza del acierto ajeno. Aplaudimos demasiado la arrogancia, ese simulacro de fortaleza, vacía como el humo; la humildad, en cambio, crea climas dialogantes. En Kant y en el milenario campesino elocuente encontramos hoy una invitación a ser más coherentes y considerados, a mirar menos la pequeñez de nuestro ombligo y más la grandeza del cielo estrellado sobre nuestras cabezas. Levantar los ojos ayudará a tratarnos mejor mutuamente y evitar esgrimir contra el prójimo tal sobredosis de moral que acabemos por tenerla doble.