La hora del grillo
Un día, grabé unos poemas. Idea Vilariño, Lorca. Adjunté los audios a un correo y lo envié a los participantes del taller de escritura. Hice eso durante mucho tiempo
“Al final –escribe Amy Hempel―, yo quería consolarlo. Pero lo que le dije fue: cantale. Ese proverbio árabe: cuando venga el peligro, vos cantale”. El otro día, en el hall del edificio, escuché el canto de un grillo, pleno, obeso, insistente, y recordé que en marzo de 2020, al comienzo del confinamiento obligatorio por la pandemia, cada anochecer en el balcón de mi departamento empezó a cantar un grillo. Nítido y poderoso, seguro de sí mi...
“Al final –escribe Amy Hempel―, yo quería consolarlo. Pero lo que le dije fue: cantale. Ese proverbio árabe: cuando venga el peligro, vos cantale”. El otro día, en el hall del edificio, escuché el canto de un grillo, pleno, obeso, insistente, y recordé que en marzo de 2020, al comienzo del confinamiento obligatorio por la pandemia, cada anochecer en el balcón de mi departamento empezó a cantar un grillo. Nítido y poderoso, seguro de sí mismo como un mueble robusto, el grillo cantaba. El taller de escritura que doy desde hace años pasó, como tantas cosas, al Zoom. Hubo entre los participantes varios contagiados, familiares que se les murieron en un hospital sin que pudieran volver a verlos. El grillo del balcón cantaba ajeno a todo. Hacía su trabajo de grillo, existir y cantar. Yo tenía ausencia de miedo y envidia por su indiferencia. Un día tomé mi grabador de periodista ―el uso del dispositivo manifestaba la voluntad de persistir en el oficio en días en los que parecía improbable― y grabé unos poemas. Idea Vilariño, Lorca. Adjunté los audios a un correo electrónico y lo envié a los participantes del taller. Hice eso durante mucho tiempo. El grillo emprendía su canto y yo grababa poemas o textos de Foster Wallace, de Roberto Arlt. Un mensaje lanzado a esa galaxia inerme, a órbitas lejanas. Desde una balbuceante fortaleza le susurraba a un grupo de personas: “Acá estoy, no me he ido”. Karen Blixen lo decía mejor con una frase tomada del escudo familiar de su amante fallecido: “Yo responderé”. Es como decir: “Yo no abandono”. A esos mensajes grabados los llamé La hora del grillo. Duró un tiempo. No sé cómo ni por qué terminó. Mientras estuvo, no salvó a nadie. Pero yo no quería salvarlos. Lo que yo quería era que se supiera, parafraseando a Robert Creeley, que lo que existió antes existía ahora. Y seguiría existiendo. Quería que, pasara lo que pasara, algo dijera que habíamos sido una tribu y que habíamos cantado.