El punto ciego de la justicia

La falta de acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial supone un fracaso de la racionalidad política y de la voluntad de pactar que alienta la Constitución

enrique flores

El sistema de gobernanza de la justicia en España está inmerso en una profunda crisis institucional, derivada, entre otros factores, de la falta de acuerdo para la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que ha provocado un insólito y anómalo escenario de interinidad y vaciamiento en las principales instituciones judiciales, que ...

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El sistema de gobernanza de la justicia en España está inmerso en una profunda crisis institucional, derivada, entre otros factores, de la falta de acuerdo para la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que ha provocado un insólito y anómalo escenario de interinidad y vaciamiento en las principales instituciones judiciales, que afecta gravemente al regular funcionamiento de los juzgados y tribunales.

La ciudadanía observa con creciente inquietud la actual situación de confrontación política que se proyecta al ámbito de la justicia. La división sistémica en el seno del Consejo se traslada a la opinión pública, que tiene la percepción de que la justicia no es imparcial al estar contaminada por la penetración de la polarización política.

Ante la situación de pérdida de confianza y legitimidad de la Administración de Justicia, urge la renovación del Consejo para solventar este escenario de bloqueo que los constitucionalistas calificarían con la expresión “Constitución herida”. Para estos especialistas, resulta preocupante comprobar cómo determinadas disposiciones del Título VI de la Constitución, que regula el poder judicial, quedan temporalmente en suspenso, ante la incapacidad de los partidos responsables del buen funcionamiento de la arquitectura constitucional de lograr consensos sobre la renovación.

Las cláusulas constitucionales referidas a la designación del presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, la limitación del mandato de los miembros del Consejo a un periodo improrrogable de cinco años y el ejercicio de las atribuciones de nombramiento de altos cargos judiciales pierden su fuerza y eficacia.

Es inexcusable la renovación del Consejo para resolver lo que los politólogos caracterizan de “crisis constitucional”. La falta de acuerdo acerca de la renovación del Consejo y para sentar las bases de un pacto de Estado que haga avanzar la modernización y reestructuración en un horizonte a largo plazo de la Administración de Justicia, que implique a todos los agentes y operadores jurídicos concernidos, y que satisfaga las exigencias de la ciudadanía en relación con el regular funcionamiento de este servicio público constitucional, constituye un fracaso de la racionalidad política y de la voluntad de acordar que alienta la Constitución.

El incumplimiento del mandato constitucional de renovación del Consejo en plazo erosiona el principio democrático. La inacción de las Cortes supone que sean los vocales del Consejo, cuyo mandato ha expirado, los que de facto se reeligen a sí mismos para seguir desarrollando las funciones atribuidas a la institución, lo que violenta el principio de limitación temporal del poder, consustancial a los sistemas democráticos. Se frustran las expectativas tanto de los juristas aspirantes a cubrir las vacantes como las de los jueces y magistrados que ya fueron elegidos por sus compañeros en el proceso de renovación iniciado hace más de cinco años, que son titulares del derecho fundamental a acceder a los cargos públicos con los requisitos que señalen las leyes.

También algunos economistas reivindican la renovación para poner fin a la convulsa hibernación orgánica del Consejo, que constituye hoy el “punto ciego de la justicia”. Esta situación produce en la buena gobernanza de uno de los poderes regulatorios del Estado efectos inhibidores que no benefician al interés general y que podrían incluso afectar a la confianza de las empresas en nuestra seguridad jurídica.

Los jueces y la comunidad de los juristas, que ambicionamos un Consejo equilibrado y virtuoso, legitimado, no inducido por las pulsiones corporativas ni estamentales y que desprecie la arbitrariedad como paradigma de actuación, abogamos por clausular esta etapa de parálisis que afecta también a la diaria labor jurisdiccional.

Con la finalidad de superar esta situación, los operadores de la justicia formulan diversas propuestas integradoras con el objeto de tratar de reforzar los pilares de la democracia jurídica. No debemos desaprovechar esta crisis de gobernanza, que puede servir de acicate para fortalecer los mecanismos de garantía de la libertad y los derechos, impidiendo que la justicia se convierta en un territorio donde se escenifique la radicalización de la política.

En este sentido, podría ser plausible acometer la reforma parcial del artículo 122 de la Constitución, relativo al CGPJ, con la finalidad de superar la percepción ―común entre tratadistas como Juan Antonio Xiol o Diego Iñiguez― de esta institución como órgano fallido.

Los ejes de la reforma podrían consistir en preservar la posición institucional de neutralidad del Consejo, proscribiendo la asunción de otras funciones ajenas a la administración del estatuto judicial, en propiciar la apertura a personalidades de la sociedad civil (más allá del círculo de los juristas) y en adelgazar su composición para hacerlo más operativo y funcional. El tenor de la reforma constitucional podría concretarse en que el CGPJ estuviera integrado por el presidente del Supremo, que lo presidirá, y 10 miembros en lugar de los 20 actuales. La designación de los 10 vocales por las Cortes sería: cuatro elegidos por los jueces y magistrados de todas las categorías judiciales (uno por el Supremo, dos por los magistrados, respetando el principio de proporcionalidad y pluralismo, y uno por los jueces), dos a propuesta del Congreso y dos a propuesta del Senado entre abogados y otros juristas de reconocida competencia, y dos a propuesta de las Cámaras entre personalidades de raíz comunitaria o social, que deberían ser elegidos por la mayoría de tres quintos de las Cámaras, abandonando la designación por cuotas, censurada por el Constitucional.

Se trata de corregir la disfuncional mutación del diseño constitucional que se ha producido en los últimos tiempos, en relación con la propia concepción y configuración del poder judicial, que se ve alterada por la actividad invasiva del Consejo en la esfera de la política partidista.

Desde la perspectiva constitucional, el poder judicial se identifica con la función jurisdiccional que ejercen jueces y magistrados, caracterizados por las cualidades de independencia respecto del poder político, neutralidad, imparcialidad, responsabilidad y sometimiento estricto a la ley.

El Consejo se crea como un órgano de garantía para asegurar la independencia judicial, que desempeña determinadas funciones gubernativas sobre el estatuto judicial, cuya asunción por el Gobierno podría enturbiar la imagen de independencia del poder judicial, pero sin que de ello se derive, como ya ha advertido el Constitucional, el reconocimiento del “autogobierno de los jueces”, ni que se erija, ni siquiera a efectos procesales, en representante del poder judicial, pues ello entraría en contradicción con la independencia del poder judicial.

El Consejo no puede asumir la función de contrapoder respecto del legislativo y del ejecutivo, que corresponde a los juzgados y tribunales. La Constitución atribuye a los órganos judiciales el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, con la misión de garantizar los derechos individuales y las libertades públicas y sancionar los abusos de poder.

Hay que resolver con prontitud e inteligencia la dicotomía entre renovar y reformar y reformar y renovar, con el objetivo compartido de lograr la consecución de un Consejo guiado por la rectitud y por la ética de la responsabilidad pública en defensa de la independencia judicial, no clientelar de los partidos ni de las asociaciones judiciales, persuadido por la necesidad de revalorizar la imparcialidad judicial.

Todos debemos comprometernos a contribuir a recuperar la auctoritas identitaria de la justicia y a promover una Administración de Justicia recognoscible, al servicio de la paz jurídica y el bien común, y renovada, que responda a los desafíos del siglo XXI y que procure reavivar los ideales y los postulados del Estado de derecho en su dimensión de Estado de justicia.


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