Tribuna

Cuento navideño y... próspero Año Nuevo

A pesar de la prohibición oficial, en mi casa de Cuba siempre se celebró la Navidad, un acto de resistencia doméstica silenciosa más allá de la política: era donde la familia se sentía familia

MARTÍN ELFMANN

Regreso a La Habana desde Madrid y en mis maletas llevo carga pesada y simbólica: turrones blandos de Jijona, duros de Alicante, también de yema tostada, más dos botellas de sidra asturiana El Gaitero y, como añadido especial, dos panetones. Estos son los complementos indispensables que en cada ocasión propicia me exige mi madre, casi centenaria, para festejar la Navidad y la llegada del Año Nuevo, tal como ella entiende que debe ser.

Ya en la sala de su casa,...

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Regreso a La Habana desde Madrid y en mis maletas llevo carga pesada y simbólica: turrones blandos de Jijona, duros de Alicante, también de yema tostada, más dos botellas de sidra asturiana El Gaitero y, como añadido especial, dos panetones. Estos son los complementos indispensables que en cada ocasión propicia me exige mi madre, casi centenaria, para festejar la Navidad y la llegada del Año Nuevo, tal como ella entiende que debe ser.

Ya en la sala de su casa, la misma casa en donde nací y que todavía habito, está erguido el arbolito de Navidad de fibras plásticas que mi hermano residente en Miami le trajo a mis padres hace algún tiempo para sustituir al ya muy desvencijado predecesor de papel que prestó sus servicios cada diciembre durante más de treinta años. Mientras, en una mesa esquinera se ha montado un nacimiento del Niño Jesús acomodado en su pesebre. Es un retablo al que cada vez le faltan más figuritas de barro de pastores o caballos o pavos, incluso uno de los Reyes Magos, piezas extraviadas o deshechas a lo largo de los muchos años de una presencia iniciada allá por 1954 o, ya sin duda, en 1955. La fecha la confirma una foto que debe andar por una gaveta de la casa, una imagen en blanco y negro en la que aparezco yo, a mis tres meses de nacido, arrebujado en un coche entre mis padres, entonces veinteañeros, y junto a un árbol de Navidad bien poblado de bolas brillantes y el nacimiento de Jesús, con todas sus figuras intactas.

Este es un rito que cada diciembre se cumple en mi casa y que a veces pienso que dejaremos de seguir el día en que ya no esté mi madre. Porque mi esposa y yo somos de las personas que evitan las celebraciones con alegría obligatoria y programada. Las fiestas de cumpleaños, por ejemplo, no implican para nosotros la necesidad del festejo que de una forma u otra nos conmina a sonreír mientras recibimos las congratulaciones de amigos y, a veces, hasta de enemigos. Y algo similar nos ocurre desde hace no sé qué tiempo con las celebraciones navideñas. El fin de año, al menos yo lo percibo así, es apenas una fecha más que no me provoca otra evidencia de que el tiempo pasa y, lo peor, es que cada vez lo hace más velozmente.

O quizás no: a veces pienso que, cuando llegue el momento en que pongamos el cuerpo de mi madre junto al de mi padre en el viejo cementerio de la localidad de Managua, en las afueras de La Habana, mi esposa, mis hermanos y yo deberíamos sostener la tradición que tan importante fue para nuestros progenitores. Sería una forma de celebrarlos a ellos, más que a la festividad, pues para personas como ellos esta tradición no solo fue una costumbre heredada, sino que por muchos años también entrañó un acto de resistencia cívica y cultural.

Está documentado que en el año 1962, para aderezar las celebraciones navideñas, el líder revolucionario Fidel Castro, cuya lucha armada había triunfado tres años antes —justo entre el último día de 1958 y el primero de 1959— anunció, en una de sus típicas decisiones, que cada familia cubana tendría un turrón de Jijona para el festejo, y encargó a la localidad alicantina una cifra millonaria de tabletas que puso en tensión a las fábricas productoras de esa región española. Y sí, cada familia cubana tuvo su turrón.

Aquella alianza feliz entre los fabricantes de turrones y los cubanos se mantuvo en funcionamiento varios años hasta que en 1969 el Gobierno de la isla decidió con el mismo fervor que no era justo que algunas personas celebraran las fiestas navideñas (al fin y al cabo una vieja rutina de otros tiempos, cargada con demasiadas connotaciones religiosas), mientras tantos otros miles de compatriotas estarían laborando sin parar un solo día en los campos de la isla cortando la caña que permitiría la fabricación de 10 millones de toneladas de azúcar que serían el trampolín del salto económico que sacaría al país del subdesarrollo. Y, desde entonces, con más o menos caña por cortar y azúcar por producir, prácticamente se decretó la eliminación de las celebraciones navideñas que, por su significado, resultaban ajenas a la ideología socialista y la filosofía del ateísmo científico.

Muchas familias cubanas cumplieron con la decisión oficial. Otras, entre ellas la mía, se resistieron a hacerlo y cada diciembre en la sala de mi casa se irguió el mismo arbolito de Navidad, cada vez más desmejorado, con menos bolas de cristal, y también se montó el Nacimiento de Jesús, ya afectado con ausencias de personajes y figurantes, pero con su pesebre al centro y la estrella de Belén iluminando el montaje.

Aquel acto de resistencia silenciosa, sostenida en el espacio doméstico, tenía en su esencia un significado que iba por encima de cualquier condición política o incluso religiosa. Era la ambientación más propicia para que la familia se sintiera familia y cenara el día de Nochebuena en una mesa donde siempre se procuró, incluso en tiempos de muchas carencias, que no faltaran el cerdo asado, los frijoles negros y la yuca aderezada con ajo y naranjas agrias y, como postre, si había aparecido por algún camino misterioso, un turrón español o, al menos, un modesto sucedáneo cubano. Lo de la sidra asturiana, por supuesto, resultó más complicado, pero con lo que hubiera, en familia, nos deseábamos entonces una feliz Navidad y… un próspero Año Nuevo.

En 1998, cuando el Papa Juan Pablo II visitó Cuba, una de las peticiones que hizo al Gobierno cubano fue la restitución del feriado navideño, al menos el 25 de diciembre, y su reclamo fue aceptado. Las Navidades volvieron a Cuba, pero bastante maltrechas, como tantas tradiciones maltratadas por las restricciones e interrupciones, y sin los componentes de otros tiempos, en especial esos turrones y sidras que las caracterizaban.

Cada año que he podido, he tratado de que en mi casa la Navidad tenga sus complementos gastronómicos más típicos, mientras mis hermanos y mi madre se encargan de la decoración alegórica: árbol y nacimiento.

Y este año vamos a celebrar, con turrones y sidra incluidos, porque necesitamos celebrar. Porque nos merecemos celebrar, al menos por el hecho ya muy importante de poder seguir viviendo, aquí y ahora, acompañados de algunos de nuestros afectos. Vamos a celebrar en un país que, en una coyuntura —en algún momento el actual Gobierno cubano ha llamado así este período crítico— pletórica de carencias, de ausencias materiales y físicas —el cerdo se ha vuelto un animal exótico y en dos años han emigrado casi medio millón de compatriotas—, un tiempo de naufragio de tantas esperanzas y mientras el mundo vive más y nuevas guerras, más y nuevas crisis. Pero otra vez nosotros podremos, junto a mi casi centenaria y todavía muy lúcida madre, a la madre de mi esposa Lucía y tal vez algunos amigos de los que aún no se han dispersado por el mundo, comer estos entrañables turrones españoles, partir uno de los panetones (el segundo lo habremos escondido para disfrutarlo a trocitos mi mujer y yo) y brindar con la sidra asturiana, como manda la tradición cubana, y desearnos que el próximo sea ese año propicio que tanto añoramos. El año mejor que, como la celebración, también necesitamos, también nos merecemos. Nosotros y todos ustedes…

Así que, ¡Feliz Navidad… y próspero Año Nuevo!

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