El martes de la España eterna

Una doble parafernalia de exhibición de la Monarquía y desidia de los obispos ante los casos de pederastia coincidieron el mismo día en ocupar la escena pública con acordes que suenan muy lejanos de la situación actual

La princesa Leonor saluda al nuncio apostólico en España, Bernardito Auza, en el Palacio Real tras el acto de la jura de la Constitución.Daniel González (EFE)

1. Parafernalia monárquica e hipocresía católica ocuparon el martes la escena pública española, como si de pronto una nube de realidad paralela se desplazara por encima de la piel de toro. Dos de las instituciones más atávicas de este país, la Monarquía y la Iglesia, dos de los poderes que más han marcado las aventuras y desventuras de los españoles, ocuparon redes y pantallas en un ejercicio de despiste, de negación de las cosas que pasan.

No sé si la coincidencia fue casual. Quizás los obispos pensaron que, con los medios de comunicación ocupados en ...

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1. Parafernalia monárquica e hipocresía católica ocuparon el martes la escena pública española, como si de pronto una nube de realidad paralela se desplazara por encima de la piel de toro. Dos de las instituciones más atávicas de este país, la Monarquía y la Iglesia, dos de los poderes que más han marcado las aventuras y desventuras de los españoles, ocuparon redes y pantallas en un ejercicio de despiste, de negación de las cosas que pasan.

No sé si la coincidencia fue casual. Quizás los obispos pensaron que, con los medios de comunicación ocupados en el espectáculo del juramento de la Constitución por parte de la princesa Leonor, su exhibición de cinismo ante las denuncias de los abusos sexuales del clero pasaría más desapercibida. Pero el espectáculo de la cúpula católica fue demasiado siniestro como para que pudiera escapar a la atención pública. Con el desprecio a los que han hecho emerger lo que siempre se ocultó y con el empeño en minimizar los hechos, la Iglesia no mejorará su reputación.

2. De pronto, un trámite en el ritual de una institución —la Monarquía— se ha convertido en un ruidoso espectáculo que cae del cielo en medio de tensiones y ruidos. En momentos de zozobra se escenifica que el relevo de la Corona está a punto. Y que la continuidad de la Monarquía está asegurada porque ya está lista quien reúne la condición de heredera para sustituir al Rey si se diera una emergencia. ¿Realmente creen que la Monarquía está en peligro?

En última instancia, la sobreactuación del martes es un regalo a los antimonárquicos y a los independentistas. Una ceremonia de exaltación de la Monarquía que tiene tanto de ingenuo como de inquietante. Ingenuo porque viene a validar el discurso de la doble derecha (Vox y PP) empeñada contra toda evidencia en hacer creer que la democracia y la nación están en peligro por un proyecto de amnistía que busca reconducir la profunda crisis política que vive este país sobre la base del reconocimiento y no de la confrontación. E inquietante porque demuestra la dificultad de afrontar los problemas reales por la vía del debate democrático y del reconocimiento del otro. La Monarquía utilizada como bandera para desviar la atención de la conflictividad real.

La articulación de una mayoría parlamentaria enormemente compleja que incorpora las distintas sensibilidades de la izquierda y los nacionalismos e independentismos periféricos requiere mucha política. Venimos de la cargada resaca de octubre de 2017. Una situación a la que no se debería haber llegado, que surgió de la convergencia de dos vectores: la incapacidad —o la desidia— del presidente Rajoy para encauzar políticamente el problema (de 2012 a 2017 tuvo cinco años, optó por el inmovilismo y acabó trasladando la responsabilidad a la justicia) y la pérdida de la noción de límites por parte del independentismo, que pretendió dar un paso que estaba fuera de su alcance. Cualquier intento secesionista en Cataluña necesita por lo menos cuatro condiciones: una mayoría electoral amplia, la complicidad de una parte significativa del poder económico catalán, un aparato represivo —poder judicial y poder policial— y el apoyo, por lo menos, de una potencia mundial. El independentismo catalán no cumple ninguno de los cuatro requisitos. Estamos ahora en una oportunidad de dar reconocimiento a todas las partes y pasar de la confrontación a la política. Y la derecha insiste irresponsablemente en la debacle de España para ocultar su frustración y legitimar sus batallas.

3. El espectáculo de la Iglesia pertenece directamente el ámbito de lo siniestro. Desde una mesa de hombres de negro y gris —la mujer sigue sin espacio en el gobierno de la Iglesia— presidida por el cardenal Omella, se ha optado por lo peor: la negación e incluso el regodeo. Un ejercicio de desidia que llegó al cínico argumento de relativizar las cifras de los casos de pederastia eclesial porque la mayoría de abusos se producen en el marco familiar. Lo cual, según Omella, es prueba de que el celibato nada tiene que ver con ello. En boca de un obispo, y utilizándolo como argumento exculpatorio, es pura obscenidad. Cuando se tiene un problema —y la Iglesia lo tiene— hay que afrontarlo. Y este es el pecado: siempre ha optado por negar y esconder los hechos como defensa de su honorabilidad. Con lo cual está consiguiendo exactamente lo contrario: el deshonor.

Es evidente que el papel de la Iglesia en España ha ido declinando de modo acelerado desde el fin de la dictadura. Ella lideró el aparato ideológico educativo del franquismo y tuteló en régimen de monopolio la vida religiosa de los españoles. Año tras año, ha ido perdiendo presencia, reputación y atención en una sociedad en la que la cultura laica se ha ido configurando con naturalidad. Y cuando sus vergüenzas emergen, aparece una cúpula eclesial sin alma, refugiándose en el desdén.

En fin, dos caras de un martes dedicado a la España eterna. Con acordes que suenan muy alejados de la realidad.


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