Acabar con el 1 de octubre

Revertir la excepcionalidad exige que el Ejecutivo, sea el que sea, recupere el poder que cedió al Judicial y así consolidar la normalidad que en Cataluña pide la mayoría de la ciudadanía

El entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, comparece con todo su Gobierno, en la Generalitat, en Barcelona, el 1 de octubre de 2017.efe

Hoy se cumplen seis años del 1 de octubre de 2017 y la sociedad catalana ha cambiado más que la clase política que sigue gobernando la autonomía y que apenas ha renovado sus dirigentes desde aquel colapso. El cambio, ...

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Hoy se cumplen seis años del 1 de octubre de 2017 y la sociedad catalana ha cambiado más que la clase política que sigue gobernando la autonomía y que apenas ha renovado sus dirigentes desde aquel colapso. El cambio, muy marcadamente generacional, lo venían apuntando encuestas de opinión, que han cartografiado una ciudadanía cada vez más realista, y acabó de certificarlo el último ciclo electoral.

Primero, el 28 de mayo el independentismo perdió muchísimo poder institucional (capitales de provincia, presidencia de diputaciones). Después, los dos partidos independentistas, que no supieron cogobernar la Generalitat, obtuvieron unos resultados pésimos en las elecciones generales: cuarta y quinta fuerza; más votos para el Partido Popular que para Esquerra; Junts solo consiguió aventajar a Vox en 119.000 votos, y la CUP se quedó sin representación. Es cierto que se votó para impedir que el neofranquismo entrase galopando en el Consejo de Ministros y que un sector del independentismo penalizó a los suyos con una abstención que denunciaba la traición de sus líderes, pero las urnas también volcaron un dato clarificador: el independentismo fue apoyado por el 27,12% de los votantes catalanes. Hoy lo defienden menos diputados que en las legislaturas anteriores: 17 en 2015 y 2016, 22 en las primeras de 2019 y 23 en las segundas. Ahora, 14.

Pero como desde la noche del 23 de julio la llave de la investidura apareció bajo el felpudo de la Casa de la República donde reside el eurodiputado Puigdemont, el independentismo se ha resituado en una centralidad que no se corresponde con el apoyo electoral obtenido ni tampoco con su actual capacidad de movilización. Esta posición negociadora le permite no tener que mirarse a sí mismo, como ejemplificó el retorno de la ambigüedad del procesismo que esta semana ascendió a una de sus cumbres retóricas en la resolución que votaron ERC y Junts con motivo del Debate de política general. “El Parlament se pronuncia a favor de que las fuerzas políticas catalanas con representación en las Cortes españolas no den apoyo a una investidura de un futuro gobierno español que no se comprometa a trabajar para hacer efectivas las condiciones para la celebración del referéndum”. Lo que algunos han traducido como una amenaza a la unidad nacional para desgastar al PSOE es difícil no interpretarlo como una claudicación a plazos.

No se sabe hasta dónde llegaron las conversaciones veraniegas de los dirigentes del PP y de Junts, pero durante esas noches tórridas los emisarios populares manifestaron su disposición a dialogar con los que en sus sueños imaginan como los convergentes de toda la vida. La negociación con el PSOE ya ha dado sus frutos. En dos dimensiones. Una es el reconocimiento lingüístico. Se ha hecho normal en el Congreso lo que, a nivel de calle, es normal, menos para los nacionalistas españoles. Además, el Ministerio de Exteriores, con más eficacia que una Generalitat sin plan, está dando pasos para mejorar el estatus del catalán en el Parlamento Europeo. La otra dimensión de las negociaciones implica seguir cerrando las consecuencias punitivas del 1 de octubre. Hoy se cumplen seis años.

Sigue sin ser obvio describir qué ocurrió aquel día. La fusión de desobediencia cívica e institucional creó un mes de insurrección y provocó un vacío de poder en el Ejecutivo español como mínimo durante las primeras 48 horas. Esa suspensión del Estado de derecho forzó una reacción contradefensiva que Ignasi Gozalo Salellas acaba de conceptualizar como un estado de excepción. Lo afirmó la vicepresidenta Sáenz de Santamaría: era la hora de “intensificar el Estado de derecho”, es decir, se cedió la resolución de la crisis constitucional al poder Judicial. Aquel momento nada tiene que ver con el presente, pero sigue condicionando nuestra vida política. Revertir la excepcionalidad exige que el Ejecutivo, sea el que sea, recupere el poder que cedió para acabar con el 1 de octubre y así consolidar la normalidad que en Cataluña pide la mayoría de la ciudadanía, pero su clase dirigente no sabe cómo dársela porque sigue sin poder aceptar su fracaso.

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