Un libro perturbador en la mochila

Si no obligamos a leer los clásicos, de la manera que estimen los especialistas, estamos dejando a los estudiantes desnudos de referentes de una cultura secular compartida y entregados al fenómeno editorial del momento

'El Lazarillo de Tormes y su maestro ciego' (antes de 1880); óleo sobre tela de Theodule Ribot.Sepia Times/Universal Images Gro

Yo no pensaba encontrarme con tal confidencia, así, de sopetón. Pero se ha detenido a explicarme su historia, con interés, espoleado por la necesidad de darme su versión acerca de los rumores que circulan sobre su matrimonio. Me dice que si quiero entender su caso concreto, lo de la supuesta cornamenta consentida, debo saber quién es él y cuál fue su infancia, qué vida llevó de joven, las miserias de su casa. En cuanto empieza a hablar, voy calando al personaje, porque se parece a muchos como él, pero su historia es envolvente y me atrapa. Viene de una familia desastrosa. Es listo. Trabaja men...

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Yo no pensaba encontrarme con tal confidencia, así, de sopetón. Pero se ha detenido a explicarme su historia, con interés, espoleado por la necesidad de darme su versión acerca de los rumores que circulan sobre su matrimonio. Me dice que si quiero entender su caso concreto, lo de la supuesta cornamenta consentida, debo saber quién es él y cuál fue su infancia, qué vida llevó de joven, las miserias de su casa. En cuanto empieza a hablar, voy calando al personaje, porque se parece a muchos como él, pero su historia es envolvente y me atrapa. Viene de una familia desastrosa. Es listo. Trabaja menos de la cuenta o trapichea un poco para robar a sus empleadores. Me cuenta esas estafas de pacotilla y me hace reír abiertamente. Se justifica y también se mofa de cómo ha necesitado pordiosear con cada uno de sus ruines jefes. Pero no es cruel. Tiene humanidad, no es despiadado: sirvió a alguien aún más pobre que él, entregado a parecer un potentado, y terminó casi ayudándolo y cediéndole su alimento, porque le daba pena.

Sostiene que siempre ha querido progresar, que si uno se arrima a los buenos, arregla su vida, que por eso ahora está un poco mejorcito y de hecho ya tiene un oficio estable. Enseguida murmura que no le importa la gente, pero sí el veneno que le echan. Y ese veneno que lo conmina a hablarme es que dicen que si él ahora ha mejorado su vida es gracias al amante de su mujer. Me explica que es mentira y que ella se ha enfadado mucho con esas habladurías. Al parecer, el tercero en discordia, ese supuesto querido que para colmo es cura, le dice que no haga caso a hablillas, que piense menos en la gente y más en su propio provecho; que ella va por las mañanas a casa del cura a guisar, a hacer las camas y poco más. El abad y su vecino todos muelen a un molino, le canturrean con mala baba, pero “yo tengo paz en mi casa”, me suelta, y acaba el relato.

Cuanto más sé de su historia, más entiendo que sea uno de los nuestros, porque comparte lo bueno y lo malo que nos identifica: saltea instintivamente, se hace el tonto cuando quiere, es sagaz para jugar con las palabras. Pero ¿quién es él, si él no existe? No solo no ha existido, sino que no sé quién lo ha creado, quién lo ha inventado para mí, quién creó a Lázaro de Tormes para que desde 1554, y seguramente antes, esté circulando en libros.

Haber sabido de la existencia de un personaje de ficción como el Lazarillo de Tormes me ha hecho entender mejor qué es España, quiénes somos, cómo éramos cuando en España no se ponía el sol, cómo nació el incipiente capitalismo en esa época imperial, por qué los mendigos se guardaban monedas en la boca. Pero no solo eso: gracias a que fue prohibido he sabido qué fue la Inquisición, gracias a que alguien localizó en 1992 un nuevo ejemplar, escondido entre unos muros en Barcarrota, he sabido que hubo lectores celosos que se empeñaron en que la obra sobreviviera a su tiempo, gracias a Rafael Álvarez El Brujo lo he escuchado hablar en las tablas de un teatro, y en alguna visita a Salamanca yo he imaginado que el trompazo contra el toro de piedra que le propina uno de sus amos acababa de ocurrir.

Tuve la suerte de que me obligaran a leerlo en mi juventud. Igual que tuve la suerte de que me obligaran a aprender la tabla periódica, a estudiar a los paisajistas flamencos y a entender las consecuencias del atentado de Francisco Fernando de Austria. Algunas de estas obligaciones me han dado conocimiento del mundo, otras me han dado cultura, otras me han proporcionado herramientas; quizá alguna de ellas no haya tenido especial utilidad en mi vida pero su inclusión en el currículo escolar me hizo notar que eran importantes, que no manejarlas, si era el caso, era una ausencia por la que debía callar y no sacar pecho.

Yo sé que es preocupante el abandono escolar de la lectura. Pero también es preocupante que pensemos que leer es solo una forma de entretenerse o, peor aún, una mera forma de socializar simpáticamente en las redes. Si no obligamos a leer los clásicos, de la manera acompañada o adaptada que estimen los especialistas, estamos dejando a los estudiantes desnudos de referentes de una cultura secular compartida y entregados al fenómeno editorial del momento.

En la Lomloe, la última ley educativa (no lo olviden: ocho leyes educativas y siete presidentes del Gobierno desde la democracia), se anima a que las lecturas en secundaria y Bachillerato se dediquen a “obras y fragmentos relevantes de la literatura juvenil contemporánea y del patrimonio literario universal”. Queda al arbitrio de la concreción normativa posterior elegir la configuración del canon. Por si, en manos autonómicas o en manos de los propios institutos, alguien saca la bandera de la resignación y cede al atajo de la lectura como diversión poco esforzada, yo escribo estas líneas a favor de que se incluya al pícaro y a su libro perturbador en la mochila de la secundaria. Es lo mínimo que le debo al perdedor de Tormes, al Lázaro que hay en mí y al que hay en todos ustedes, hayan o no leído su obra.

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