Putin, Pushkin y el declive del Imperio ruso

Las democracias occidentales tienen tendencia a sobrevalorar su capacidad de influir en la política interna de los regímenes autoritarios. Eso no va a pasar con Rusia

Un grupo de operarios sustituye el escudo de armas soviético del monumento a la madre patria en Kiev por el ucranio, el pasado 6 de agosto.Efrem Lukatsky (AP)

El pasado mes de julio, me detuve un instante en la esquina de una calle de Kiev que antes llevaba el nombre de Pushkin pero que, desde que Vladímir Putin invadió Ucrania en 2022, ha pasado a llamarse calle Yevhen Chykalenko, en recuerdo de una importante figura del movimiento independentista ucranio de principios del siglo XX. Para los amantes de la literatura y la ópera, eliminar a ...

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El pasado mes de julio, me detuve un instante en la esquina de una calle de Kiev que antes llevaba el nombre de Pushkin pero que, desde que Vladímir Putin invadió Ucrania en 2022, ha pasado a llamarse calle Yevhen Chykalenko, en recuerdo de una importante figura del movimiento independentista ucranio de principios del siglo XX. Para los amantes de la literatura y la ópera, eliminar a Aleksandr Pushkin, poeta y autor de Eugenio Oneguin, puede parecer desmesurado. Putin, claro, pero ¿por qué Pushkin?

Sin embargo, para los ucranios, sumidos en una lucha trascendental por su independencia frente a la guerra rusa de recolonización, Puskhin simboliza el imperialismo ruso que niega desde hace tanto tiempo el derecho de Ucrania a ser una nación aparte. Pushkin fue un gran poeta, pero un poeta imperialista ruso, igual que Rudyard Kipling fue un gran poeta, pero un poeta del imperialismo británico.

Su poema Poltava muestra al hetman (comandante en jefe) cosaco ucranio Iván Mazepa como un hombre voluble que traiciona al heroico zar ruso Pedro el Grande, que, aun así, venció a los suecos en la batalla de Poltava, en 1709, y 12 años más tarde fundó el Imperio ruso.

El año pasado, mientras las fuerzas rusas bombardeaban Ucrania, se distribuyó oficialmente un vídeo en el que el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, recitaba versos de A los calumniadores de Rusia de Pushkin, un poema que maldice a los occidentales partidarios de los eslavos que se rebelan contra Rusia. Le acompañaban imágenes del presidente estadounidense Joe Biden y de una cumbre del G-7 que dejaban claro el mensaje. Cuando las fuerzas rusas ocuparon Jersón, llenaron la ciudad de carteles con la imagen de Pushkin y una frase que proclamaba que Rusia estaba “aquí para siempre”.

No es extraño que algunos ucranios hayan empezado a hablar en las redes sociales de los pushkinistas que atacan sus ciudades con misiles. He aquí un ejemplo: “Los pushkinistas no nos han dejado dormir bien: había mucho ruido en Kiev”. (Después de pasar alguna que otra hora de noche en un refugio antiaéreo, tampoco yo sentía gran simpatía por ellos).

Pero este rechazo ucranio a Puskhin esconde una historia mucho más de fondo. Si repasamos las últimas décadas, es innegable que el declive del Imperio ruso ha sido uno de los factores que más han impulsado la historia europea de los últimos 40 años. Y, si pensamos en el futuro, es previsible que siga siendo uno de los grandes retos de Europa durante los próximos 20 e incluso otros 40 más.

Después de la Revolución de 1917, el Imperio ruso sobrevivió de manera peculiar, como Unión Soviética. Cuando se fundó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1922, Lenin había decidido que debía ser un Estado en el que hubiera igualdad teórica entre las repúblicas que lo componían. (Stalin, como Putin cien años después, quería que Ucrania formara parte de la Federación Rusa). Después de la II Guerra Mundial, esta versión nueva del imperio dominó los países de Europa central y oriental hasta llegar a un telón de acero que partió Alemania por la mitad. Desde Varsovia hasta Washington, la gente lo consideró un imperio al mismo tiempo soviético y ruso.

En los años setenta, esta superpotencia imperial parecía aún un rival a la altura de Estados Unidos, incluso en algunas partes de África y Latinoamérica, pero en la década de 1980 el declive ya era evidente. Los intentos de reforma de Mijaíl Gorbachov culminaron, entre 1989 y 1991, en el derrumbe pacífico de un imperio más espectacular de la historia. No solo se desvaneció el control soviético/ruso de Europa central y oriental, sino que se disolvieron otros vínculos imperiales mucho más antiguos, entre Rusia, Ucrania y Bielorrusia. Pasó algo excepcional, precisamente por la compleja relación entre lo soviético y lo ruso: fue el líder de la nación imperial central, el ruso Boris Yeltsin, quien dio el empujón final.

En Occidente muchos creyeron de forma insensata que aquello era el fin de la historia, pero los imperios en declive no se rinden sin luchar. Las primeras señales de reacción aparecieron ya en 1992, cuando el ejército ruso ocupó lo que todavía hoy es el territorio separatista de Transnistria, en el extremo oriental del nuevo Estado soberano de Moldavia; después llegaron las dos guerras brutales para someter a Chechenia y mantenerla dentro de la Federación Rusa.

Después, el imperio contraatacó de forma decisiva atravesando fronteras internacionales, con la ocupación de dos grandes zonas de Georgia en 2008, la anexión de Crimea y el inicio de la guerra en el este de Ucrania en 2014 y la invasión del país en toda regla el 24 de febrero de 2022. En sus discursos y ensayos, el presidente ruso no deja lugar a dudas de que su principal punto de referencia es el Imperio ruso. Se dice que el ministro de Exteriores, Lavrov, sorprendido por la decisión de su jefe en febrero del año pasado, se quejó a un oligarca amigo de que Putin no se deja asesorar más que por tres personajes: “Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina la Grande”.

Esta historia no terminará, aunque Ucrania recupere hasta el último metro cuadrado de su territorio soberano, incluida Crimea. Todavía quedará Bielorrusia, un país de más de nueve millones de habitantes que a principios de esta década fue testigo de una de las campañas de resistencia civil más prolongadas de la historia moderna contra el Gobierno, cada vez más autocrático, del presidente Aleksandr Lukashenko. Tampoco hay que olvidar los Estados postsoviéticos independientes de Moldavia, Georgia, Armenia y Azerbaiyán y los de Asia Central. Dentro de la Federación Rusa, hay repúblicas como Chechenia, Daguestán y Tartaristán. De momento, el líder checheno, Ramzán Kadírov, es uno de los seguidores más fieles de Putin, pero, si Rusia inicia un “periodo de problemas”, puede ocurrir que Kadírov empiece a hacer sus propios cálculos.

En Occidente no debemos confiarnos ni creernos capaces de “gestionar” el declive de este imperio nuclear, igual que las potencias europeas no pudieron “gestionar” el declive del Imperio otomano a finales del siglo XIX y principios del XX. Las democracias occidentales tienen una tendencia crónica a sobrevalorar su capacidad de influir en la política interna de los regímenes autoritarios. Nuestras posibilidades de influencia directa son especialmente escasas en la Rusia actual, una dictadura personalista que se encuentra en un avanzado estado de paranoia y represión. Después de Putin, y quizá de sus sucesores inmediatos, debería llegar algún momento en el que tengamos más posibilidades de conseguir acuerdos constructivos, y deberíamos prepararnos para ello. Pero Rusia tardará mucho tiempo en aceptar definitivamente que ha perdido un imperio y empezar a encontrar su sitio.

Lo que podemos y debemos hacer, mientras tanto, es garantizar que los países que desean un futuro mejor fuera de un imperio ruso en declive puedan hacerlo en paz, con seguridad y libertad. La geopolítica, como la naturaleza, aborrece el vacío. A largo plazo, la incorporación de Ucrania y sus vecinos más pequeños a la UE y la OTAN, que impedirá cualquier futuro intento de recolonización, beneficiará también a Rusia. Cerrada definitivamente la puerta del imperio, podrá iniciar el largo camino para convertirse en un Estado nación. Ahora bien, un camino que será especialmente difícil, porque, al contrario que antiguos Estados europeos como Francia y Portugal, que adquirieron imperios de ultramar y luego los perdieron, Rusia no tiene un Estado claramente definido por límites geográficos, históricos ni constitucionales al que volver.

Podría haber existido otro futuro postimperial. La literatura en lengua rusa podría haberse enriquecido con la obra de los escritores ucranios y de otras antiguas colonias, igual que la literatura inglesa se ha enriquecido con la obra de escritores del sur de Asia, África y el Caribe. Al intentar restablecer el “mundo ruso” por la fuerza, Putin lo ha destruido. En mayo de 2013, el 80% de los ucranios decían tener en general una actitud positiva respecto a Rusia. El pasado mes de mayo, solo el 2% de los ucranios a los que todavía pudieron preguntar los encuestadores dieron esa misma respuesta. Y la calle Pushkin ha cambiado de nombre. Putin ha matado a Pushkin.

Hasta que Ucrania no esté a salvo en el fuerte abrazo de la UE y la OTAN, los dos pilares del Occidente geopolítico, sus ciudadanos no podrán dormir tranquilos como hoy duermen los estonios y los lituanos, sin sufrir los ataques nocturnos de los pushkinistas. Entonces es posible incluso que vuelvan a disfrutar de Eugenio Onegin.

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