Mirar hacia atrás, vivir hacia delante

Ni España ni Europa están condenadas a padecer “el fin de la abundancia”, pero sí se necesita poner en marcha un proyecto común que reduzca el temor de las sociedades europeas a nuevas crisis

NICOLÁS AZNÁREZ

La renta per cápita en la España de 1992, la de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y la conmemoración del V Centenario, era de 17.201 euros por habitante (cifras el Banco de España a precios constantes de 2010, corregido el efecto de la inflación). Las personas nacidas ese año no conservan, obviamente, ningún recuerdo de la breve recesión de 1993. Su infancia se desarrolló, en promedio, en un entorno de progreso económico. Cuando cumplieron la edad de 15 años, en 20...

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La renta per cápita en la España de 1992, la de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y la conmemoración del V Centenario, era de 17.201 euros por habitante (cifras el Banco de España a precios constantes de 2010, corregido el efecto de la inflación). Las personas nacidas ese año no conservan, obviamente, ningún recuerdo de la breve recesión de 1993. Su infancia se desarrolló, en promedio, en un entorno de progreso económico. Cuando cumplieron la edad de 15 años, en 2007, la renta per cápita se había incrementado casi un 40%, alcanzando un máximo histórico de 23.953 euros, el 96,8% de la media europea.

En 2008, año en que cumplieron la edad mínima legal para trabajar, estalló la mayor crisis financiera registrada desde 1929, que en España adoptó la forma de una enorme burbuja inmobiliaria. Luego vino la crisis del euro, la austeridad, una costosa recuperación y, en 2020, una pandemia que retrotrajo la memoria colectiva a 1918, seguida en 2022 de la invasión rusa de Ucrania y un shock de precios energéticos únicamente comparable a los de 1973 y 1979. Como resultado, cuando esa generación cumplió 30 años, en 2022, la renta per cápita española, tras haberse hundido un 10% entre 2007 y 2013, seguía siendo prácticamente la misma que cuando tenían 15 años, y ya solo representaba el 79,2% de la media europea.

Entre los 16 y los 30 años, la etapa de la vida en la que se toman decisiones determinantes sobre estudios, emancipación, vivienda y familia, la experiencia vital de toda una generación (la cohorte de 1992 se toma aquí a título ilustrativo) ha sido de adaptación continua a situaciones de crisis. Desde este punto de vista, no es exagerado afirmar que el malestar latente desde 2008 tiene una dimensión histórica.

Es cierto que los niveles de renta per cápita al nacer no admiten comparación con generaciones precedentes: 4.112 euros en 1932, 6.137 euros en 1962 y 17.201 euros en 1992. El problema es que nadie evalúa sus circunstancias de acuerdo con un pasado abstracto, sino en relación con su experiencia vital, quizás comparándose con la generación inmediatamente anterior pero, sobre todo, con sus expectativas de futuro. Christine Lagarde aludía a esta idea en su reciente intervención en el simposio de Jackson Hole, citando al filósofo Søren Kierkegaard: “La vida sólo puede ser entendida mirando hacia atrás, pero tiene que ser vivida hacia delante”. Y la comparación es elocuente: para la generación nacida en 1992, el aumento de la renta per cápita experimentado entre los 15 y los 30 años de edad apenas ha sido el 2%, mientras que para los nacidos en 1962 fue del 50% y del 73% para los nacidos en 1932, Guerra Civil mediante.

Sobre el papel, la evolución de la renta en el largo plazo no se explica sin el comportamiento de la productividad. Caben aquí dos aproximaciones complementarias a la cuestión.

En primer lugar, la que señala a las sucesivas crisis como la causa del deterioro de la productividad, que habría arrastrado consigo a la renta per cápita (esto explicaría el impacto diferencial en economías como la española). Desde 2008, una multitud de actores económicos ha tenido que priorizar las urgencias de corto plazo frente a decisiones de naturaleza estructural, lo cual necesariamente ha alterado la asignación de recursos que habría resultado de un escenario de normalidad económica. La pérdida de crecimiento potencial en la eurozona, precisamente a partir de ese año, así lo sugiere.

Sin embargo, una segunda explicación apunta a causas más de fondo, que afectarían a los determinantes teóricos de la productividad agregada: sin ser exhaustivos, a los recursos naturales disponibles (el medio ambiente, en sentido amplio), a la acumulación de capital físico (infraestructuras e inversión productiva), al estado de la tecnología, a la cualificación de los trabajadores y, en general, a la propia eficiencia del tejido empresarial.

En este sentido, la invasión rusa de Ucrania no ha hecho sino poner de manifiesto la vulnerabilidad europea en la geopolítica de los hidrocarburos y la energía. Si a eso se añade la escasez de las llamadas tierras raras, que nos hacen dependientes del resto del mundo, junto a la necesidad imperiosa de prevenir y mitigar los efectos del calentamiento global, parece claro que (en el estado actual de las cosas) el factor natural no supone para Europa una ventaja competitiva.

En cuanto a la acumulación de capital físico, con una herencia secular que tiene sus raíces en la revolución industrial, es evidente que ha perdido tracción en países como España e Italia, pero también en la propia Alemania, cuyo stock neto de capital productivo muestra un acusado cambio de tendencia desde comienzos de siglo. No es objeto de este artículo, pero el déficit inversor alemán (o exceso de ahorro) es uno de los desequilibrios macroeconómicos en el origen de la burbuja inmobiliaria española.

Aunque Europa fue durante mucho tiempo avanzadilla de la educación, la ciencia y la innovación, hace lustros que ese liderazgo está disputado. Es un hecho que hemos perdido el paso en el mundo digital y en la inteligencia artificial, cuyas normas se dictan en Estados Unidos y en China. Sigue habiendo en Europa ciencia de excelencia, universidades y escuelas de negocios de primer nivel y gigantes empresariales de talla mundial, pero el epicentro de la ciencia y de la innovación tecnológica y empresarial hay que buscarlo en China, la India y el sudeste asiático, y en unos EE UU que miran cada vez más al Pacífico y menos al Atlántico.

A todo lo anterior se suma la explosión de la deuda pública en los últimos 15 años, gracias a la cual (conviene recordarlo) se han evitado males mayores. El dilema es que Europa necesita, por una parte, reducir sus ratios de endeudamiento y eliminar cualquier sombra de duda sobre la sostenibilidad de sus cuentas públicas y, por otra, poner los medios y movilizar los recursos necesarios para dinamizar una productividad exangüe.

Ahora mismo, una vuelta a las políticas fiscales de 2010-2013 estrangularía la productividad, restaría peso a la posición de la UE en el mundo, sería explosiva para la cohesión social y probablemente no conseguiría reducir la deuda, como no lo hizo en su momento.

La respuesta al dilema pasa por dotarse de soluciones financieras propias (una capacidad de financiación común permanente, a partir de la experiencia mejorada de los Fondos Next Generation), una reforma de la gobernanza económica de la Unión (eliminación de la regla de unanimidad), un sector público dinamizador (capaz de asumir riesgos), y una colaboración público-privada eficiente, competitiva y justa. Y todo ello en tres frentes: energía, descarbonización y medio ambiente; ciencia, tecnología y digitalización; y educación y formación.

Ni España ni Europa están condenadas a vivir “el fin de la abundancia”, en expresión acuñada por el presidente francés Emmanuel Macron. Pero sí se necesita poner en marcha un proyecto común que reduzca el temor de las sociedades europeas a nuevas crisis financieras, sanitarias, climáticas, tecnológicas, geopolíticas, identitarias, etc. Empezando por fortalecer las bases del progreso económico que, esta vez sí, se exige que sea sostenible y justo.

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