Las lenguas de España, dentro y fuera del Congreso

El alcance efectivo de permitir el uso de los idiomas cooficiales en la Cámara será escaso y debería haberse planteado con mayor decoro. Todo se reducirá al simbolismo del micro

CINTA ARRIBAS

La canción decía: “Que trobem tot el que ens va mancar ahir” (‘que encontremos todo lo que nos faltó ayer’). Éramos cerca de 1.800 personas en el público escuchando a una agrupación de coros juveniles cantando al unísono ...

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La canción decía: “Que trobem tot el que ens va mancar ahir” (‘que encontremos todo lo que nos faltó ayer’). Éramos cerca de 1.800 personas en el público escuchando a una agrupación de coros juveniles cantando al unísono Que tinguem sort, de Lluís Llach. Ocurrió no hace mucho en el Teatro de la Maestranza de Sevilla; los escolares eran los preuniversitarios andaluces que conforman el precioso proyecto coral “Crecer cantando”. Alguien sentado detrás de mí susurró con curiosidad: “¿En qué lengua cantan?”. La anécdota resume el trato que reciben las otras lenguas de España fuera de sus autonomías de uso: la naturalidad sin aspavientos con que, a un lado del escenario, se había decidido que el programa incluyera piezas en catalán, en inglés o en español, y el desconocimiento que, al otro lado del proscenio, había sobre una de esas lenguas.

La medida que se ha adoptado de permitir que en el Congreso de los Diputados se pueda tomar la palabra en las varias lenguas cooficiales de España rema a favor del reconocimiento de nuestro país como territorio multilingüe. Sería torpe pronunciarse en contra. Pero hoy opino río arriba: creo que el alcance efectivo de esa determinación será escaso y que debería haberse planteado con mayor decoro.

La decisión de abrir el Congreso a otras lenguas no se ha tomado con un diccionario en la mano sino con una calculadora y en un marco de negociación con los partidos nacionalistas. Se ha concedido en un contexto transaccional y abona la idea falaz de que usar estas lenguas es propio de una determinada militancia política. No han pasado ni dos años desde que una presidenta del Congreso del mismo partido que hoy abraza ecuménicamente el multilingüismo interrumpió y retiró la palabra a un parlamentario que quiso extender su intervención en catalán. Solo ha cambiado, de entonces a ahora, la necesidad de entenderse con líderes políticos a los que antes no se precisaba. El marketing de la medida, que diría un publicista, ha sido defectuoso.

El logro que puede derivarse puede ser afortunado, claro está. El Parlamento es, a todas luces, un gran escenario de representatividad lingüística, pero su fuerza en la naturalización social del multilingüismo es menor si no se acompaña de otros hechos. Tenemos un precedente que sacar a relucir: el del parlamentarismo español decimonónico. En las tempranas crónicas parlamentarias es conmovedor observar cómo a los periodistas de entonces les llamaba la atención el acento ajeno al hablar español. Sin los medios audiovisuales de ahora, empezar a escuchar a esos señores “de provincias” que iban a la capital a defender los intereses de sus territorios tenía un efecto no buscado de exposición a los distintos estándares. “Yo apuesto mi acento extremeño contra el acento catalán de Prim a que sale un rey del plebiscito”, decía un cronista satírico en la prensa de 1870. El parlamentarismo supuso una toma de conciencia provincial y dialectal. Pero no era el único elemento; otras instituciones, sin ser primariamente educativas, instruían sobre la sensibilidad lingüística: el teatro, la música, la incipiente radio. La preceptiva lingüística era normativa y antidialectal, pero la competencia pasiva de los españoles sobre la existencia de formas distintas de hablar español se iba consolidando. Hemos tardado más de un siglo en normalizar esas diferencias.

En nuestro Parlamento se oirán próximamente intervenciones en lenguas oficiales distintas del español pero todo se reducirá, me temo, al simbolismo del micro: el español será la lengua utilizada, por ejemplo, por gallegos y vascos cuando hablen entre sí, porque la defensa que desde los partidos nacionalistas se ha desplegado de la diversidad de España no los ha hecho más conocedores de las otras lenguas españolas que los habitantes de comunidades monolingües.

Los años de democracia han supuesto una importante mejora en las políticas lingüísticas respecto a las lenguas cooficiales, con las imperfecciones propias del sistema. En los últimos 45 años se ha logrado que el uso del catalán, vasco y gallego en sus respectivos territorios sea un empleo no decorativo ni folclórico; se escribe ciencia en tales lenguas, se hacen gramáticas, corpus y diccionarios, y hay instituciones que las promueven. Las comunidades oficialmente bilingües han incrementado la visibilidad de su multilingüismo en calles, cines, escuelas. Por eso, no me parece admisible la visión sombría de España que estimulan quienes han celebrado esta medida como si fuera una grandiosa puerta abierta que redime a lenguas silenciadas hasta ayer. Las lenguas de España están muy protegidas, más que nunca. ¿Están bien valoradas? Creo que no.

Ser multilingüe no es lo mismo que ser plurilingüe: multilingües son los territorios y plurilingües las personas. El multilingüismo es un hecho normal en el mundo: la homogeneidad lingüística es una ficción prebabélica. El nivel de plurilingüismo, en cambio, va por otro camino y dentro de él se incluyen mínimos que están incluso antes que el propio conocimiento de lenguas: nuestra cultura lingüística, saber qué es un estándar y qué es una variedad, reconocer rasgos de otra lengua, ubicarla en el mapa, conocer algo de su historia... son datos que nos hacen más respetuosos y mejor preparados ante un mundo multilingüe. Mi impresión es que el multilingüismo, que es una cuestión legislable, ha sido bien atendido pero que seguimos fracasando en el plurilingüismo y la cultura lingüística particular, que no solo afecta a las lenguas cooficiales sino a las propias variedades del español: la prueba es que de vez en cuando alguien se sigue riendo de un andaluz cuando habla en público.

Regular el estatus de una lengua no significa hacerla crecer. Esto no es como la soberanía fiscal, gestionada desde arriba: la gente paga impuestos obedientemente pero habla lo que quiere, como quiere y cuando quiere. Nadie puede controlar (y si lo intenta, nos sale la pavorosa policía de patio) en qué lengua hablan los críos en el recreo. Dentro de las comunidades con lenguas oficiales se debería asumir de una vez que pretender políticamente el monolingüismo es una barbaridad y que se debe naturalizar el bilingüismo.

En el resto de las comunidades autónomas nos falta cultura lingüística sobre las otras lenguas de España. No sería una barbaridad facilitar que los escolares españoles salgan de su enseñanza básica sabiendo algunas expresiones elementales (los números, los saludos, las identificaciones) de las lenguas vecinas. No es una barbaridad reclamar que en el ámbito universitario español crezcan las asignaturas de catalán, gallego o vasco. He saludado con alegría la noticia de que mi alma mater, la Universidad de Sevilla, va a ofrecer próximamente un lectorado de catalán con el Institut Ramon Llull: de los cerca de 150 lectores de catalán que hay en decenas de universidades fuera de Cataluña, solo diez están en España.

Los gestos simbólicos son útiles, no cabe duda. Los había ya en el Senado y en la política lingüística de otras instituciones: los discursos de la reina doña Letizia o la princesa de Asturias usando el catalán con notable solvencia se han adelantado en años a esta medida que se acaba de tomar. Está muy bien soltar palomas en el Congreso pero es mejor que sobrevuelen sobre una cultura lingüística mejor construida. “Cal caminar” (‘hay que caminar’), que decía también la canción.

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