El arco incómodo

El monumento erigido en 1958 junto a la Ciudad Universitaria madrileña para conmemorar la victoria franquista en la Guerra Civil sigue siendo uno de los espacios que requieren de más análisis para su comprensión profunda por la ciudadanía

NICOLÁS AZNÁREZ

En el mes de agosto, el aeropuerto de Barajas está repleto de gente, las colas de personas esperando para conseguir su tarjeta de embarque o dejar sus maletas son el paisaje habitual cuando los madrileños dejan masivamente la ciudad. A menudo, quienes vienen no dejan de consumir algo en los restaurantes que lo pueblan. Desde allí pueden verse en las pantallas disponibles por todas partes las promociones de viajes, de compañías co...

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En el mes de agosto, el aeropuerto de Barajas está repleto de gente, las colas de personas esperando para conseguir su tarjeta de embarque o dejar sus maletas son el paisaje habitual cuando los madrileños dejan masivamente la ciudad. A menudo, quienes vienen no dejan de consumir algo en los restaurantes que lo pueblan. Desde allí pueden verse en las pantallas disponibles por todas partes las promociones de viajes, de compañías comerciales o de agencias inmobiliarias. La Comunidad de Madrid, en varios vídeos promocionales, da la bienvenida al lugar y muestra las ventajas de visitar la ciudad y los pueblos que componen la región: gastronomía, naturaleza, vida nocturna, arte, parques, sol, monumentos... Imágenes que se van solapando nos enseñan esos lugares con los que habrán soñado, seguramente, quienes nos visitan cada año. Vemos El Escorial, el Museo del Prado, el parque del Retiro, el Palacio Real, la Puerta de Alcalá... Y, casi de rondón, las pantallas que promocionan Madrid en uno de los principales aeropuertos de Europa nos muestran el Arco de la Victoria, el que desde la Ciudad Universitaria da acceso y salida a Madrid por su zona noroeste, en clara invitación a que lo visitemos como cualquier otro monumento de los que han ido apareciendo en el vídeo.

Cuesta pensar que se trate de ignorancia lo que haya llevado esa imagen hasta allí, aunque en los últimos tiempos la jactancia en el desconocimiento perezoso sea un valor de eso que quieren imponernos como el vivir a la madrileña. El Ayuntamiento de Madrid, en su cuenta de Twitter, el pasado 23 de julio, día de elecciones generales, animaba a los madrileños a visitar el arco, de nuevo como un monumento más, como un valor emblemático de Madrid al que acercarse un domingo de sol. Nada se decía en aquel mensaje, que la presión de tuiteros críticos obligó a retirar, de qué suponía esa construcción enorme, inoportuna, y, para muchos visitantes, tan desconocida como indescifrable.

Desde hace unos años, teóricos del patrimonio cultural vienen usando un término que ha tardado tiempo en estar presente en España y que es útil para describir el significado de un monumento como el arco. Se habla de dissonant heritage, algo que en castellano podría traducirse como patrimonio incómodo. El Arco de la Victoria, erigido en 1958, sigue siendo uno de los espacios monumentales que requieren de más explicación y análisis para su comprensión profunda por la ciudadanía. En una asignatura del primer curso del Grado en Historia, pregunté a los estudiantes si sabían lo que conmemora este arco madrileño. Muchos, recordando que habían visto en París el Arco del Triunfo de la Place de l’Étoile, afirmaron que nuestro arco celebraba la victoria del pueblo madrileño contra los franceses en 1808; otros señalaron que tal vez tenía que ver con alguna guerra carlista... Resultaba difícil enlazar con claridad el mensaje que ofrece el monumento con algún episodio de nuestro pasado reciente —se entiende bélico y vencedor— que poder atribuir a una celebración tan aparatosa.

No resultaban demasiado extrañas las dudas de aquellos estudiantes. Aún cuesta pensar en la crueldad que existe detrás de este monumento único en su categoría: se trata de un arco de triunfo que conmemora en la capital de un país la victoria en una guerra civil, es decir, la de una parte de su ciudadanía frente a la otra y se levanta, además, a escasos metros del lugar en el que el bando vencido en la guerra se rindió ante los vencedores. Allí, entre escombros y trincheras, el 28 de marzo de 1939 el coronel republicano Adolfo Prada entregaba Madrid al coronel franquista Eduardo Losas. Los ganadores de la guerra enseguida decidieron levantar allí mismo un monumento que ensalzara aquel momento de humillación y que recordara siempre a quien pasara por allí quién había ganado la guerra. Las dudas de aquellos estudiantes, basadas en un desconocimiento del que no puedo culparles, persisten e inciden en una ignorancia aún más dolorosa si es exhibida por los poderes públicos que nos administran.

El arco que, junto con el monumento del Valle de Cuelgamuros, es el mejor ejemplo en España de un patrimonio incómodo, salta al debate público de cuando en cuando sin que muchas de las soluciones rápidas que se aportan, resulten útiles. Pocas apelan a la necesidad de conocimiento tal vez porque aún seguimos a vueltas con la excepcionalidad española, con la dificultad de ponernos de acuerdo en un mínimo relato compartido. Derribar el arco, demanda planteada por algún sector político, anularía cualquier posibilidad crítica, formativa e ilustrativa de explicar nuestro pasado reciente. No hacer nada, como hasta ahora, dejar que el monumento se deteriore, se vandalice o, peor, se use como lugar de exaltación de los mismos valores que lo construyeron, acabará consiguiendo que, a la larga, cualquier solución, por pobre o mala que sea, se acabe imponiendo porque cualquier cosa será mejor que la inacción.

Necesitamos investigar y conocer en profundidad el proceso de construcción del arco, sus diseños, proyectos avanzados y también desechados, los debates que supuso su construcción, los costes. Debemos documentar sus usos y también la forma en el que propio régimen franquista acabó por arrumbarlo. Necesitamos compararlo con otros espacios, precisamos de ideas y criterios ya empleados en otros lugares para saber qué hacer y cómo gestionar esa parte sucia de nuestro pasado.

La solución que nos ofrece la Casa del Fascio en la ciudad italiana de Bolzano es sumamente inspiradora. En 2017 se inauguró una nueva forma de leer aquel espacio, construido entre 1939 y 1942 como sede del Partido Fascista italiano y en el que se conserva un bajorrelieve con Mussolini a caballo celebrando los triunfos fascistas. A partir de una propuesta de una comisión histórica, se aprobó una intervención de historización y contextualización que añadió una proyección lumínica, en italiano, alemán y ladino, de la frase de la filósofa Hannah Arendt “Nadie tiene derecho a obedecer” y que contrasta con la sentencia fascista, que sigue presente en el monumento, que obligaba a creer, obedecer y combatir.

Cada mañana, cuando acudo a mi despacho en la Universidad y cruzo el espacio del Arco de la Victoria, me reciben un par de frases en latín cuya traducción podría ser “A los ejércitos aquí victoriosos la inteligencia, que siempre es vencedora, da y dedicó este monumento” y, en alusión al campus universitario en el que se libró la batalla de Madrid, también se nos recuerda: “Fundado por la generosidad de un Rey, restaurado por el Caudillo de todos los españoles, el templo de estudios matritense florece bajo la mirada de Dios”. A lo apabullante del escenario que recorremos se unen estas sentencias a las que no prestamos atención. A fuerza de convivir con el pasado incómodo se han levantado pantallas invisibles que no nos dejan percibirlo. Algunos dirigentes políticos no sienten el menor interés por ese pasado, no sea que atenderlo y comprenderlo suponga un esfuerzo y, sobre todo, borre narrativas que, de tan simples y planas, son ya bienes de consumo. Y así, dejando pasar el tiempo, fomentando el desprecio por el conocimiento y el detalle complejo, seguimos asumiendo riesgos como algunos espectáculos de 20 de noviembre en los que, sobre los peldaños destrozados del arco, se entonan estrofas amargas en las que algunos se reivindican como novios de la muerte. Cada vez que eso ocurre, imagino el arco con otra frase proyectada con una potente luz violeta que dice, como Lorca, que “las estrellas no tienen novio”.


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