Sobre automatización y progreso
La prosperidad requiere tecnología pero la tecnología no conduce necesariamente a la prosperidad
La inteligencia artificial puede hacer que una empresa sea más productiva, pero eso no significa necesariamente que genere prosperidad. Especialmente, si entendemos la automatización como la simple sustitución de trabajadores por máquinas. El bar que cambia a la mitad de sus camareros por máquinas dispensadoras se ahorra dinero en salarios, horas extras y Seguridad Social, pero no mejora la condición del resto de camareros ni la calidad del servicio al cliente...
La inteligencia artificial puede hacer que una empresa sea más productiva, pero eso no significa necesariamente que genere prosperidad. Especialmente, si entendemos la automatización como la simple sustitución de trabajadores por máquinas. El bar que cambia a la mitad de sus camareros por máquinas dispensadoras se ahorra dinero en salarios, horas extras y Seguridad Social, pero no mejora la condición del resto de camareros ni la calidad del servicio al cliente. De hecho, a menudo las empeora, como demuestran las condiciones victorianas de los empleados de almacén de Amazon y el efecto que los servicios de reparto tienen sobre las arterias de la ciudad. No hace falta ser ludita para entender que esta automatización optimiza la productividad del negocio sin que sus beneficios trasciendan a la comunidad. Si una tecnología no contribuye a la creación de una sociedad más sana, equilibrada o resiliente, ¿podemos hablar de prosperidad?
Esta es la cuestión que abordan Daron Acemoglu y Simon Johnson en Power and Progress. Our 1000-Year Struggle Over Technology & Prosperity (“Poder y progreso. Nuestros mil años de pelea sobre la tecnología y la prosperidad”). Entre otras cosas, explican cómo los avances tecnológicos en agricultura y construcción enriquecieron a una élite (iglesia y aristocracia) que invirtió en bellas catedrales góticas y embruteció a la población. Durante la larga y costosa construcción de la catedral de Canterbury, sede de la Iglesia de Inglaterra, la esperanza de vida de los campesinos británicos descendió a 25 años. En retrospectiva, no parece una sociedad tan distinta de la que construyó las pirámides en el antiguo Egipto 3.270 años atrás. En la Edad Media hubo grandes avances tecnológicos pero, en un contexto social corrompido por las desigualdades, en lugar de progreso trajeron regresión. Por suerte, hay un análogo opuesto.
De 1840 a 1980, una nueva revolución mejoró el nivel de vida de la mayoría de las personas en el mundo occidental, pero no fue exclusivamente industrial. La democracia instaló un nuevo paradigma basado en la idea de abundancia compartida como motor de prosperidad. La revolución industrial habría producido una nueva Edad Media sin las leyes de sanidad y educación públicas que llevaron agua corriente y educación a las casas, la proliferación de instituciones académicas y bibliotecas y los movimientos obreros que mejoraron las condiciones laborales, los salarios y la protección social. Sin la implementación de infraestructuras públicas sociales del New Deal, Roosevelt reconstruyó América entre la Gran Depresión y la II Guerra Mundial.
Según Acemoglu y Johnson, nuestra generación sigue exprimiendo los beneficios de aquella era, pero por poco tiempo más. En 1980, volvimos a cambiar de paradigma. “Los ricos se volvieron más ricos y a los pobres no les fue tan bien”. Las nuevas catedrales son los centros que almacenan los datos de miles de millones de personas, consumen la electricidad de un país europeo mediano y producen su equivalente en CO₂.
Esta es la gran encrucijada de la automatización: no basta para garantizar prosperidad. Es el trabajo de los reguladores, administradores y líderes de nuestras instituciones democráticas garantizar que este gran poder llega atemperado por una fuerte infraestructura social. Es una responsabilidad urgente e histórica. Sin ella, esta revolución tiene el potencial de regresarnos a algunos de los periodos más oscuros de nuestra civilización.