La libertad, Sancho

La crispación ha fijado un panorama en el que nos toca elegir entre la España de los odios y las inquisiciones y la España del amor, entre la heredera de Cervantes y la de Tomás de Torquemada

Una cartera pasa con su carro por delante de los carteles electorales ubicados en la plaza Mayor de Medina del Campo, el pasado lunes.Emilio Fraile

Quienes llevamos años defendiendo la libertad democrática para que cada persona pueda tener su propia opinión sobre los hechos, nos vemos sorprendidos ahora por un debate social en el que cada persona puede consumir sus propios hechos. La información y la libertad de conciencia tienden a ser sustituidas por una comunicación muy mediatizada capaz de fragmentar la realidad al gusto del consumidor y de proponer a cada instinto su versión particular. Se cambian hechos y opiniones por ocurrencias. El imperio de las redes sociales ha potenciado esta vieja llamada a la soledad que dificulta un debate...

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Quienes llevamos años defendiendo la libertad democrática para que cada persona pueda tener su propia opinión sobre los hechos, nos vemos sorprendidos ahora por un debate social en el que cada persona puede consumir sus propios hechos. La información y la libertad de conciencia tienden a ser sustituidas por una comunicación muy mediatizada capaz de fragmentar la realidad al gusto del consumidor y de proponer a cada instinto su versión particular. Se cambian hechos y opiniones por ocurrencias. El imperio de las redes sociales ha potenciado esta vieja llamada a la soledad que dificulta un debate colectivo y centrado en el bien común. La crispación, la rabia, los insultos, las mentiras y la caricaturización del adversario son estrategias de fragmentación. Divide y vencerás, sobre todo si luego eres capaz de reunir a los fanáticos dispersos en una ira común.

Buena parte de la estrategia reaccionaria española se ha basado en caricaturizar al presidente del Gobierno de coalición con el término sanchismo. Confieso que, lector de Miguel de Cervantes, me resulta difícil oír con antipatía y desprecio la palabra sanchismo. Don Quijote era un soñador que buscaba la dignidad en las viejas historias de caballería y Sancho un hombre del pueblo, acostumbrado a ver y negociar con la realidad. Una de las maravillas de la novela de Cervantes, además de inventar la imaginación moderna frente a las supersticiones, fue el paulatino acuerdo entre el quijotismo y el sanchismo. Don Quijote se hizo más sanchista y Sancho más quijotesco.

Por eso cuando se habla de sanchismo pienso en el Gobierno de coalición, una afortunada coyuntura política que ha permitido unir, bajo el mandato de Pedro Sánchez, las miradas sobre la realidad de mujeres como Nadia Calviño y Yolanda Díaz. Son dos formas de imaginar con realismo y de realizar la política con imaginación para dignificar las pensiones, el salario mínimo, los contratos laborales, la articulación de España, el estatuto del artista, la igualdad entre hombres y mujeres y otros derechos cívicos. El próximo Gobierno, sin duda, va a heredar una España en buena situación, algo sorprendente en un panorama internacional conmovido por la pandemia y la guerra de Ucrania. Es un venturoso ejemplo de los resultados fructíferos que nos dieron los acuerdos, la coalición y el abrazo cervantino. Recuperar la autoridad política es el único medio de limitar las avaricias de los que buscan beneficios egoístas a costa de empobrecer a la mayoría nacional.

Estos logros han desatado la preocupación de un pensamiento reaccionario que no asume ni los sueños de don Quijote, ni el realismo de Sancho. Los sueños y el realismo se hacen más eficientes cuando se corrigen entre sí. Ante tal panorama, en el Parlamento y en los debates mediáticos, la oposición ha jugado a crispar, falsificar los hechos y convertir las mentiras en obsesiones con una técnica aprendida en las estrategias de Berlusconi, Trump, Bolsonaro y Orbán. Es lo que Giuliano da Empoli estudió en Los ingenieros del caos (2020), detallando los métodos de degradación democrática empleados por personajes como Steve Bannon o Gianroberto Cassaleggio. Este papel lo asumió en España Miguel Ángel Rodríguez, elaborando unas dinámicas de populismo posideológico y descrédito de la política. Todos son iguales…

La cuestión es que nuestro Rodríguez tuvo que esperar a la aparición de Isabel Díaz Ayuso, porque a José María Aznar le faltó el desparpajo bromista de Donald Trump, un seductor capaz de conseguir el perdón de sus seguidores después de cualquier infamia. Un personaje tan bigote y tan estirado como Aznar no fue capaz de alcanzar el perdón después de mentir sobre ETA y los cadáveres españoles de Atocha. Hay que ser Trump para que se perdone un asalto al Congreso o la falsificación de un atentado tan sangriento en la propia casa. Lo que sí consiguió Aznar fue crear escuela entre los suyos, porque continúan sin pudor manipulando la memoria de las víctimas de ETA y el dolor colectivo con fines electorales. Cada vez txapotea más su barro.

La eficacia electoral de estas mentiras nace de Italia y EE UU, pero se ha adaptado a la realidad española. A falta de bufones eficaces como Trump, Berlusconi o Beppe Grillo, la derecha española tuvo que inventarse un cóctel entre las nuevas formas de degradación democrática, propias de las redes sociales, y la memoria de la dictadura franquista. Nostálgico del franquismo, el absolutismo identitario de Abascal ha venido a alimentar, gracias a las viejas glorias del falso nacionalismo español, las nuevas amenazas que se reparten en las redes sociales y en las declaraciones públicas. Libertad con ira para movilizar a los votantes asustados por una serie de amenazas inventadas que crean burbujas y realidades alternativas.

La fragmentación evita un espacio público en el que debatir los hechos. Así no pasa factura la mentira, tampoco decir hoy una cosa para mañana decir lo contrario. A cada siervo le llega su verdad particular, aquello que necesita oír para indignarse. Este mundo es muy paradójico. Los fanáticos del nacionalismo crean redes internacionales de conspiración y los que sienten rechazo por los migrantes silencian que buena parte de la economía española y los cuidados familiares se sostiene en la migración. Al racismo no le interesa expulsar migrantes, sino convertir en carne barata de cañón a los que se quedan. Las supersticiones actuales convierten en verdad íntima estas paradojas creando un reparto de fanatismo ante los problemas de la vivienda, las ocupaciones, los extranjeros, los catalanes, las violaciones… Y todo se mezcla, porque hay migrantes que votan a los racistas por miedo a los ocupas, personas contrarias al terrorismo que odian a los que acabaron en realidad con ETA y mujeres que convierten en aliados de los violadores a los que más trabajan contra la violencia de género. Así está el patio de la democracia.

En las próximas elecciones España necesita consolidar sus avances constitucionales de 45 años contra dos amenazas antidemocráticas. Por una parte, está la extrema derecha heredera del franquismo que niega la memoria histórica a largo plazo; por otra, la borradura de la memoria a corto plazo: el imperio de la mentira, la pérdida de prestigio de la opinión informada, el olvido de la educación, olvido de las corrupciones, olvido de las políticas que acentuaron la desigualdad, olvido de los logros que acaban de conseguirse en una época difícil y la necesidad crispada de apuntarse a uno de los fragmentos que rompen el bien común.

La crispación ha fijado un panorama en el que nos toca elegir entre la España de los odios y las inquisiciones y la España del amor, entre la heredera de Cervantes y la de Tomás de Torquemada. Ahora que empiezan a llegar noticias de censuras y prohibiciones de autores tan peligrosos como Lope de Vega o Virginia Woolf, conviene recordar la coalición literaria entre don Quijote y Sancho: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos, con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”. Por la libertad social y la democracia resulta necesario movilizarse, volver a movilizarse. La indiferencia no es una opción cívica, sino un modo peligroso de hacerse cómplices y abrirle las puertas al fanatismo.

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