La absorción de Podemos

Quiso discutir de igual a igual con la cabecera de Sumar, y al cabo tuvo que adherirse al pacto ya trabado entre todas las confluencias, y abrirse en él un hueco

Ione Belarra (izquierda) e Irene Montero, el 11 de mayo en un pleno en el Congreso de los Diputados.Alberto Ortega (Europa Press)

Podemos ha sido de facto absorbido. Su impulso, por fin recauchutado bajo la paciente reorientación pragmática, menos confrontacional y nada bronca de Sumar. Dentro de esta versión civilizada de izquierda de la izquierda, podrán sus gentes adaptarse y sobrevivir: sobre todo si aceptan s...

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Podemos ha sido de facto absorbido. Su impulso, por fin recauchutado bajo la paciente reorientación pragmática, menos confrontacional y nada bronca de Sumar. Dentro de esta versión civilizada de izquierda de la izquierda, podrán sus gentes adaptarse y sobrevivir: sobre todo si aceptan su papel secundario, si dejan de plantear excentricidades, batallas culturales perdedoras, señalamientos estrambóticos, exóticos insultos al universo mundo y chantajes de última hora. Sobrevivir: empeño más agradable que el inapelable suicidio de Ciudadanos, el partido casi coetáneo que desafió a los grandes desde la otra orilla.

Esta absorción por dilución llega por su mala cabeza. Podemos solo ha cosechado fiascos en la negociación recién concluida. Quiso discutir de igual a igual con la cabecera de Sumar, y al cabo tuvo que adherirse al pacto ya trabado entre todas las confluencias, y abrirse en él un hueco. Pretendió basar las cuotas de poder en resultados de elecciones antiguas y tuvo que rendirse a la evidencia de que el peso del último 28-M era insoslayable. En el último y agónico tramo exigió ir en solitario en tierra valenciana, y cosechó un sonoro ninguneo. Amagó con un engañoso referéndum de pregunta capciosa para seguir enredando tras el pacto, y se encontró frente a un ancho muro de contención. Pugnó por salvar a la soldado Irene Montero como candidata y no hubo nada. Dijo que exigía más y mejores plazas en las listas, y obtuvo los ocho puestos que ya tenía generosamente garantizados. Mayor fracaso, imposible.

Y es que su mala cabeza de fondo le llevó a habitar una ensimismada vida paralela. Fuera del mundo de los demás, autorreferencial, crédula en sus propias invenciones. Y negacionista de la realidad más aguda, su reciente desplome, en vertical. Así, encaró la negociación con la prepotencia prestada por su conducator fundacional, erigido en escudo patriarcal de las dos ministras, tras estrellarse con las urnas de mayo por haberse fiado de su andar solitario. Así cosechó la mitad de sus anteriores votos en Aragón, la mitad en Baleares, y de nada le sirvieron los obtenidos en Valencia, más que para derrumbar la notable gobernanza de Ximo Puig con los de Compromís. Quedó autoexcluido de la Comunidad de Madrid por no llegar al suelo mínimo, dilapidando sus 161.031 votos, que quedaron huérfanos de escaños. Contribuyó decisivamente a una fragmentación del espacio de la izquierda radical en Alcalá, en Ponferrada, o en Huesca, donde el 17,88% de los votos acabó hurtado de representación. Y erosionó la imagen, las papeletas y el poder del universo progresista, añadiendo obstáculos a la carrera por otro Gobierno de coalición progresista bajo presidencia socialista. Otro: sin esos lastres.

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El cogollo del populismo autoritario ha quedado residualizado no por sus colegas y rivales. Sino por sus fracasos. Sucedió con Pablo Iglesias en 2021, cuando este dignamente dimitió tras perder su apuesta en la Comunidad de Madrid. Y ahora con su dúo, Irene Montero, autoderruida por su empecinamiento en sostenella y no enmendalla frente a todo y erga omnes. Y también con Ione Belarra y sus agrestes embestidas a los empresarios. Y con Pablo Echenique, el más táctico y menos ejemplar. Era arduo que su descuelgue se ejecutase sin costes. Por eso su agónico y tramposo perder no solo contrasta con la historia de ilusión de aquellos acampados del 15-M. También tizna en oscuro a la actual amplia alianza plural, bien encabezada, complemento y acicate de la izquierda mayoritaria. Pero cada día tiene su afán. El de ahora, supeditar ese duro revés en el cómo al logro obtenido en el qué. Con aplomo. Peor lo tenía Josep Tarradellas el 7 de abril de 1978 cuando salió del despacho de Adolfo Suárez sin nada en la alforja y proclamó que lo había logrado todo. Vio, vino, venció.

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