Colombia: ¿la paz contra la paz?
El asesinato de cuatro menores de edad a manos de la guerrilla que los había reclutado a la fuerza pone sobre la mesa el recorrido y la estrategia que está siguiendo Gustavo Petro para lograr lo que más desean los colombianos
Por lo que hemos sabido, los cuatro indígenas eran menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza por la guerrilla, y fueron asesinados a sangre fría cuando trataron de escapar. La columna guerrillera que los asesinó —y que ha negado, cómo no, haberlos asesinado— es parte de lo que se ha llamado Estado Mayor Central, uno de los grupos que salieron como esquirlas de las FARC desmovilizadas, traicionaron los Acuerdos de Paz de 2016, volvieron a tomar las ...
Por lo que hemos sabido, los cuatro indígenas eran menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza por la guerrilla, y fueron asesinados a sangre fría cuando trataron de escapar. La columna guerrillera que los asesinó —y que ha negado, cómo no, haberlos asesinado— es parte de lo que se ha llamado Estado Mayor Central, uno de los grupos que salieron como esquirlas de las FARC desmovilizadas, traicionaron los Acuerdos de Paz de 2016, volvieron a tomar las armas y ahora parecen dispuestos a regresarnos a todos a los escenarios de sangre de antes de los acuerdos. El Gobierno de Gustavo Petro, que había acordado un cese al fuego bilateral con estas estructuras, ahora se ha visto obligado a ponerle fin a la tregua. Es un tropiezo más en lo que se ha llamado la paz total, que es probablemente el proyecto más ambicioso del Gobierno y también, para gran preocupación de los que siempre defendimos los acuerdos de 2016, una fuente de escepticismos. Por varias razones.
La paz total es la negociación simultánea con todos los actores de la terca y multiforme violencia colombiana: las disidencias de las FARC, los antiguos paramilitares convertidos en bandas criminales, el narcotráfico más o menos organizado y el ELN, la última de las guerrillas de los años sesenta, que se encuentra ahora mismo entre dos ciclos de negociaciones formales con el Gobierno, a pesar de lo cual asesinó en días pasados a nueve soldados que no se merecían esa suerte. El plan es audaz pero también confuso, pues los actores son distintos de maneras irreconciliables; y para muchos observadores, entre los que me cuento, no ha sido fácil entender que se use el mismo lenguaje para dialogar con una guerrilla que sigue siendo política, por más descarriada que se encuentre, y con bandas criminales cuyo interés único es mantener el control sobre el lucrativo negocio del narcotráfico. Esto por no hablar de los disidentes que han descubierto —predeciblemente— que la violencia, sobre todo contra los civiles, da poder en una futura mesa de negociación.
Como escribí aquí mismo en octubre pasado, el proyecto de la paz total parecía pensado sin paciencia, mezclando lenguajes y estrategias de mala manera y confundiendo la delicada lógica que permitió los acuerdos de 2016, y se corría entonces el riesgo de darles a los violentos incentivos que podían acabar siendo contraproducentes. Me parece que eso, en parte, es lo que está sucediendo. Digo en parte, porque el proyecto de la paz total tiene otras aristas, más indirectas o indemostrables, que ya han comenzado a tener consecuencias indeseables o las tendrán en el futuro. Pienso sobre todo en la implementación de los acuerdos de 2016, que nos obligaba como país a un itinerario de tremenda exigencia y necesitaba desde el principio una inmensa voluntad política, grandes recursos económicos y humanos y una inversión de tiempo, energía y convicción sin la cual era difícil que las cosas llegaran a buen puerto. Ahora esos acuerdos, tan admirados en el mundo entero, que representaron en su momento una esperanza para millones, están enfermando lentamente por razones variadas que no es fácil identificar. Y eso tendría que desvelarnos a todos.
En mis peores días pienso que nuestra relación con los acuerdos del Teatro Colón, la encarnación final de lo negociado con las FARC, merece que nos preguntemos si alguna vez seremos capaces de una paz de verdad. Todo el mundo recuerda la campaña de mentiras y distorsiones que llevaron a cabo Uribe y su partido, con la complicidad de un procurador ultramontano y de algunas iglesias evangélicas, para desprestigiar los acuerdos y calumniar al Gobierno que los sacó adelante; el resultado de la campaña, más allá de la derrota de lo negociado en el plebiscito de 2016, fue una sociedad dividida y enfrentada, pero sobre todo engañada. En ese estado de las cosas fue elegido Iván Duque, cuya relación con los acuerdos estuvo desde el principio marcada por la indolencia y la hipocresía, pues los saboteó insidiosamente o los aplicó con desgano, sin jamás comprometerse con ellos, siempre obedeciendo las directrices del expresidente Uribe: el enemigo declarado y también el saboteador en jefe de las negociaciones de La Habana.
En la segunda vuelta de las elecciones del año pasado se enfrentaron dos candidatos: uno que llegaba con el apoyo de los enemigos de los acuerdos y otro, Gustavo Petro, que prometía darles todo el apoyo necesario para hacerlos realidad. Por eso pensé que su victoria era una buena noticia, a pesar de que Petro siempre me ha parecido un hombre de verbo irresponsable, temperamento intransigente y tendencia a la demagogia, cuyo poco talento para la gestión está fatalmente trastornado por la ideología. Pero iba a implementar los acuerdos, representaba cambios que el país necesitaba con urgencia y además había presentado una cara de hombre capaz de dialogar y hacer concesiones. Nueve meses después de su posesión, el hombre del diálogo y las concesiones se ha convertido en un populista de balcón que sólo habla para sus bases, atacando sin remilgos a todo el que no comulgue al pie de la letra con sus proyectos y sugiriendo la posibilidad de revoluciones si sus reformas no pasan como él quiere. Y la conversación con la otra orilla política —o con los moderados de su misma orilla— se hace cada día más difícil.
Mientras tanto, ¿qué ocurre con los acuerdos? Su implementación está lejos de ser la que esperábamos de este Gobierno, a pesar de que en él trabajan algunas de las personas que se han dejado la piel en el esfuerzo por la paz de Colombia. Las razones pueden tener que ver con el pecado que los griegos llamaban hubris, pues los exitosos acuerdos de 2016 parecen saberle a poco al lado más megalómano de Petro; o con la convicción equivocada de que los acuerdos con las FARC son cosa del pasado y ya se puede pasar a otra cosa. Pero hace poco se conmemoraron los 25 años de los acuerdos del Viernes Santo, y cualquiera que conozca el caso irlandés o haya puesto la atención suficiente sabe que un proceso de paz puede terminar con unos acuerdos, pero nunca deja de estar vivo —es decir, de estar en proceso— ni de necesitar nuestro cuidado constante: siempre se puede volver a la guerra. Y a veces es como si Petro, empeñado en el (loable) objetivo de su paz total, hubiera decidido que la otra paz, la paz que hicieron otros, ya podía arreglárselas por su cuenta.
Por eso cree que es posible quitarles a los acuerdos con las FARC la atención que necesitan, o desviarla hacia otra parte mientras se da incluso el lujo de lanzarles críticas desinformadas. Hace un par de meses, por ejemplo, decía en un discurso que los acuerdos habían quedado incompletos, pues parecían hablar de una sociedad rural ya desaparecida y en ellos no estaba escrita la palabra “conocimiento” ni se decía nada de las universidades. Yo encontré ambas cosas en las primeras 30 páginas de mi texto de los acuerdos, y sin buscarlas demasiado; pero más allá de esto, que puede ser simplemente consecuencia de una lectura apresurada, lamenté que hablara de “revisar” los acuerdos cuando le falta mucho todavía para hacer realidad lo que pudo acordarse tras varios años de negociaciones responsables. De repente es como si la paz futura y quimérica de Petro estuviera enfrentada a la paz ya firmada del Teatro Colón. Y en medio vive, pero no eternamente, la esperanza de los colombianos.