La Europa desaparecida

Los principios de “libertad, igualdad, educación, optimismo y fe en el progreso” que Thomas Mann defendió frente a los nazis deberían alimentar hoy cualquier proyecto político que se enfrente a los autócratas

Thomas Mann, con su esposa, Katia, y su hija Erika (en el medio), a su llegada a Nueva York en 1939.AP

La II Guerra Mundial había terminado en 1945 con la derrota de Hitler, pero Thomas Mann no aceptó volver a Alemania hasta 1949. La llegada de los nazis al poder lo obligó a abandonar definitivamente su país en 1934. Estuvo primero en Suiza, y de ahí saltó al otro lado del charco: vivió en Princeton y Los Ángeles. Regresaba después de muchos años y enseguida encontró que en Fráncfort ...

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La II Guerra Mundial había terminado en 1945 con la derrota de Hitler, pero Thomas Mann no aceptó volver a Alemania hasta 1949. La llegada de los nazis al poder lo obligó a abandonar definitivamente su país en 1934. Estuvo primero en Suiza, y de ahí saltó al otro lado del charco: vivió en Princeton y Los Ángeles. Regresaba después de muchos años y enseguida encontró que en Fráncfort los edificios seguían todavía medio en ruinas, con las ventanas desgajadas y los techos hundidos. Colm Tóibín, en su magnífico libro El mago, en el que reconstruye la historia de Thomas Mann, cuenta que se fijó en una vivienda en la que había desaparecido la fachada y dejaba a la vista cada una de las plantas. “Los radiadores todavía colgaban de la pared del primer piso, como una parodia de la función que habían cumplido antes de la guerra”.

Hay dos momentos de esa visita de Thomas Mann que resultan particularmente reveladores. La Alemania a la que llegaba se encontraba partida en dos y, como le adelantaron los funcionarios estadounidenses que lo seguían estrechamente para vigilar que las ideas izquierdistas de su hermano Heinrich y de sus hijos Erika y Klaus no fueran a contaminarlo, la Guerra Fría ya había empezado. Así que le recomendaron que no visitara la Alemania oriental.

Poco después de las elecciones de 1930, en las que los nazis crecieron de manera asombrosa hasta obtener seis millones y medio de votos, Thomas Mann pronunció una conferencia en la Beethovensaal de Berlín. La cultura que él representaba entonces —”burguesa, cosmopolita, equilibrada, desapasionada”, explica Tóibín— era la que Hitler y los suyos querían destruir, pero todavía confiaba en que hubiera alemanes que confiaran como él en los principios de la sociedad civilizada que, como dijo en su intervención, eran los de “libertad, igualdad, educación, optimismo y fe en el progreso”. Y que despreciarían esa “ola gigantesca de barbarie excéntrica, pregones de feria primitivos y populistas” del nacionalsocialismo, que solo producía “gritos de aleluya y mantras de consignas monocordes que acababa con la gente echando espumarajos por la boca”.

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Lo que Thomas Mann se encontró a su regreso a Alemania, cuando los nazis habían sido derrotados, resultó desolador. Fue el invitado de honor de los nuevos líderes en Múnich a una comida en la que se olvidaron de él —parecían los mismos de siempre— y solo manifestaron interés por los platos y las bebidas que iban sirviéndose, en un alarde de descarnada glotonería. Cuando fue a Weimar en la Alemania oriental, y este es el otro momento revelador, lo aclamaron por las calles, pero tuvo la impresión de que lo hacían por coacción. El mundo que nacía tras la guerra no tenía que ver con el suyo: encontró unos líderes que solo pensaban en hartarse y una masa asustada de gregarios. Esa sociedad civilizada en la que confiaba había desaparecido. Ahora que vuelven a emerger los populismos inquieta pensar que los principios de aquella vieja Europa hubieran sido ya entonces masacrados. Ojalá que no, ojalá que aquellos principios de “libertad, igualdad, educación, optimismo y fe en el progreso” sigan ahí como un proyecto en el que merece la pena embarcarse. De eso va el actual desafío de la Unión Europea.

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