Sólo para mí: una manía que no hace daño a nadie
Es nuestra tilde, carajo. Aprendimos a escribir con ella y nos gusta clavársela a la letra o porque, sin ella, nos parece que el texto lo ha escrito otro
Me acabo de enterar de que he luchado en una guerra de cuyos combates no tenía noticia. Encima, he ganado. O estoy entre los vencedores. No sé si debo salir a celebrarlo con mis compañeros de armas, porque no me he comprometido tanto como ellos. Mientras algunos colocaban las tildes de sólo como quien lanza cócteles molotov contra los muros de la RAE, o las marcaban con saña al escribir con pluma —que es otra forma de violencia de papelería—, yo he claudicado muchas vec...
Me acabo de enterar de que he luchado en una guerra de cuyos combates no tenía noticia. Encima, he ganado. O estoy entre los vencedores. No sé si debo salir a celebrarlo con mis compañeros de armas, porque no me he comprometido tanto como ellos. Mientras algunos colocaban las tildes de sólo como quien lanza cócteles molotov contra los muros de la RAE, o las marcaban con saña al escribir con pluma —que es otra forma de violencia de papelería—, yo he claudicado muchas veces. En este periódico, por ejemplo. Antes de que los correctores me quitasen las tildes, mandaba las columnas sin ellas, en lo que los solotildistas más feroces interpretarán como una autocensura abyecta. En realidad, era una deferencia hacia los compañeros: detesto dar trabajo a los demás. Me educaron en la fe del no molestar, procuro atenerme a ella, y un periódico es una obra colectiva en la que conviene ayudarse unos a otros. Por eso, sólo mantenía la tilde de sólo en mis libros, que son obras individuales en las que uno se puede permitir ser caprichoso y malcriado.
Felicito a quienes se sienten ganadores de esta guerra ortográfica, pero yo no merezco su gloria porque nunca compartí sus razones ni me agarré a la tilde como quien se ata al madero de la cruz, Calvario arriba. El encono polemista de unos y otros me sonó siempre banal y utilitario, pues pasaba por alto los mejores argumentos, que son los sentimentales. Algunos —seguro que no estoy solo en esto— nos quedamos en esa tilde como nos quedamos en las canciones que escuchamos a los 15 o como lloramos cada vez que vemos El hombre que mató a Liberty Valance (y hace años que dejamos de contar las veces que la hemos visto). Quizá sea incorrecta, anacrónica, esnob, reaccionaria y contraria a la lógica del idioma, pero es nuestra tilde, carajo. Aprendimos a escribir con ella y nos gusta clavársela a la letra o porque, sin ella, nos parece que el texto lo ha escrito otro.
Podríamos acostumbrarnos a vivir sin ella, como nos acostumbramos a vivir sin tantas otras cosas, pero no le hacemos daño a nadie. Como manía, es de las menos nocivas: no deja huella de carbono, apenas gasta un pelín más de tinta y no ofende a ninguna minoría. Qué sé yo, quizá haya por ahí algún filólogo de la facción ultra que se siente insultado por esta costumbre nuestra, pero un mundo tan irritable que ni siquiera tolera los caprichos estéticos de cuatro juntaletras no sé si merece ser vivido.