Del lado de la dominación masculina del mundo

Annie Ernaux se aleja de lo rancio y pone nuestros cuerpos y nuestros derechos sobre la mesa

'Closed contact #10' (1995). Por Jenny Saville.

La pintora Gertrude Abercrombie decía estar pintándose en cada lienzo, así que podríamos considerar su obra plástica como un autorretrato que iba mutando con ella a medida que pasaba el tiempo. Se escrutaba revelando en sus pinturas una soledad muy femenina que podría parecer misteriosa a ojos del resto del mundo, y afirmaba que, incluso pintando un gato, un búcaro o un paisaje de una tenebrosidad terrible, se pintaba a sí misma. Decía que aquello era así porque estaba muerta de miedo y se maravillaba ante el milagro de saber que estaba viva, ¿quién no lo hace cuando toma conciencia de su dest...

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La pintora Gertrude Abercrombie decía estar pintándose en cada lienzo, así que podríamos considerar su obra plástica como un autorretrato que iba mutando con ella a medida que pasaba el tiempo. Se escrutaba revelando en sus pinturas una soledad muy femenina que podría parecer misteriosa a ojos del resto del mundo, y afirmaba que, incluso pintando un gato, un búcaro o un paisaje de una tenebrosidad terrible, se pintaba a sí misma. Decía que aquello era así porque estaba muerta de miedo y se maravillaba ante el milagro de saber que estaba viva, ¿quién no lo hace cuando toma conciencia de su destino?

Desde que hace unos días se falló el Nobel de Literatura me siento menos sola, como si la luz de la oscuridad íntima y familiar de las pinturas de Abercrombie poseyera un nuevo destello. Annie Ernaux lleva años alumbrando esas zonas turbias de desamparo: al retratarse en la narración de su intimidad, al diseccionar vergüenzas y miseria, nos ha retratado a todas, y muchas hemos entendido la validez de lo propio porque no solo es válido lo que el canon resoba. Por eso nos hemos atrevido a colocar el yo en un lugar peligroso y nos hemos narrado también en clave de denuncia. Supimos, leyéndola, que no somos la alteridad: nuestra escritura, como nuestra pintura, es legítima y ha de existir.

El primer libro que tuve en mis manos fue La mujer helada, el título y la pintura de Gerhard Richter ilustrando la portada lo convirtieron en un objeto de deseo. Lo que sucedió durante la lectura me hizo jurar ser fiel a aquella mujer que no sabía de dónde había salido. Gracias a ese libro hice las paces conmigo y con mi infancia, con la manera en la que mi abuela me miraba, sentí las manos frías de mi madre como lo que realmente son: mi refugio más preciado. Más tarde, un crítico literario que defendía con los dientes la obra de la autora se extrañó al escucharme afirmar que La mujer helada era mi libro favorito: “¿En serio? ¿El único libro de Ernaux que no cuenta nada?”

El acontecimiento llegó justo cuando necesitaba leer historias sobre no maternidades, sobre maternidades frustradas, sobre la relación que una puede establecer con un cuerpo gestante, sobre el deseo de querer interrumpir un embarazo. Ernaux ha sido ejemplo para muchas, tan acostumbradas a avanzar en silencio, sabedoras de que lo nuestro era una carrera de fondo. Desconfiábamos de los altavoces prestados, de los fuegos de mecha corta, avanzábamos a pesar de sentirnos solas. Recorrer aquel camino era tarea dura, pensábamos que al mínimo tropiezo los lobos nos iban a devorar en un paisaje helado de Gertrude Abercrombie y que nadie iba a escuchar nuestros gritos.

Annie Ernaux se aleja de lo rancio y pone nuestros cuerpos y nuestros derechos sobre la mesa. Alumbra también el deseo y evidencia los obstáculos a los que nos enfrentamos desde que empezamos a relacionarnos con nuestra carne. Leyendo a Ernaux leo mi cuerpo y siento la carne como si la carne fuera pintura. Mi cuerpo crece en volumen y la carne no me molesta, la abrazo, la acaricio, la lamo. Abordo el cuerpo sin miramientos. Lo miro de frente. Lo tumbo sobre una cama. Sólido y gelatinoso, deforme, aplastado contra un cristal. Siempre es el mismo cuerpo, pero el reflejo nunca es igual. Ernaux nos ha enseñado a saber vernos y a amar aquello que se escapa de la idea a la que el mandato social nos aboca, nos facilita el camino en el reconocimiento del reflejo propio. Con ella aprendemos a ser duras, crueles y valientes al mismo tiempo, y a saber que si nuestro relato provoca rechazo o repulsión, el problema es de otro. “El hecho de haber vivido algo”, —nos dice— “sea lo que sea, da el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior”. Y si no contamos nuestra experiencia hasta el final, contribuiremos a oscurecer la realidad de las mujeres y nos pondremos del lado de la dominación masculina del mundo.

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