Kant, Negrín y la memoria democrática
Nos corresponde construir un relato en el que de ningún modo se respalde o excuse cualquier asesinato. El dolor no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología
No hay ley que sea incontrovertible, máxime si esta quiere cerrar las heridas del mayor trauma experimentado por la sociedad española hasta el momento. Es el caso de la Ley de Memoria Democrática, pendiente de ser aprobada en el Senado. Se ha escrito mucho y de muy diverso signo sobre sus contenidos. Para reforzar el objetivo de reconciliación nacional que la sustenta, quizás no sobre apuntar otra posible lectura, surgida de la idea ...
No hay ley que sea incontrovertible, máxime si esta quiere cerrar las heridas del mayor trauma experimentado por la sociedad española hasta el momento. Es el caso de la Ley de Memoria Democrática, pendiente de ser aprobada en el Senado. Se ha escrito mucho y de muy diverso signo sobre sus contenidos. Para reforzar el objetivo de reconciliación nacional que la sustenta, quizás no sobre apuntar otra posible lectura, surgida de la idea que lanzó Negrín en junio de 1938 y deducible del imperativo categórico de Kant (1785).
Ante todo, es justo subrayar que en el preámbulo de la ley se confirma la meta de “articular una respuesta del Estado para asumir los hechos del pasado en su integridad, rehabilitando la memoria de las víctimas, reparando los daños causados y evitando la repetición de enfrentamientos y cualquier justificación de violencia política o regímenes totalitarios”. Por eso se insiste en “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Se subraya el afán de construir un horizonte común de “convivencia y conciencia ciudadana”.
En este sentido, la letra de la ley repite de modo constante en diversos artículos que atañe e incluye a “todas las víctimas de la guerra”, además de agregar lógicamente las posteriores víctimas de la dictadura. El significado de “todas” no excluye de ningún modo a cuantas homenajeó y reparó la dictadura en su día de modo sectario y repudiable. De igual modo, al establecer el “Censo Estatal de Víctimas de la Guerra y de la Dictadura”, no se exceptúa literalmente a las víctimas habidas en territorio republicano, pues en el artículo 1.2 se especifica que la ley se refiere a “quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, de pensamiento u opinión, de conciencia o creencia religiosa” desde el 18 de julio de 1936, durante la “Guerra de España” (así se califica) y obviamente durante “la Dictadura franquista”. Se concreta en el artículo 3 dedicado a definir las “víctimas”. De nuevo se incluyen a cuantas personas sufrieron violaciones de los derechos humanos “durante el período que abarca el golpe de Estado de 18 de julio de 1936, la posterior Guerra y la Dictadura”. Se especifican 13 categorías de víctimas entre las que se reitera la inclusión de cuantas fallecieron o desaparecieron “como consecuencia de la Guerra y la Dictadura”.
Sin necesidad de exégesis jurídicas, en los usos habituales de la lengua el concepto histórico “guerra de España”, aunque parezca querer ocultar su carácter fratricida, no deja de ser guerra de y entre españoles. Es lo que ciudadanos de toda ideología y nivel educativo conocen como Guerra Civil. Y esta tiene unos límites cronológicos indudables: define históricamente el enfrentamiento armado ocurrido entre el 18 de julio de 1936 y el 31 de marzo de 1939. Así, cuando en el artículo 7 se establece un “día de recuerdo y homenaje a todas las víctimas”, se concreta de nuevo que son las habidas por “el golpe militar, la Guerra y la Dictadura”. Además, al disponer la creación del “registro y censo estatal de víctimas”, el legislador se remite de nuevo al citado artículo 3, lo que permite incluir a todas las víctimas habidas durante la “guerra de España”, esto es, en todo el territorio que, por más que se busquen vericuetos, geográficamente se reconoce como español. De ningún modo esa España se podría aplicar solo a las víctimas de uno de los dos territorios.
Por lo demás, en ningún momento la ley plantea la eliminación del catálogo de víctimas de aquellas que ya tuvieron “reconocimiento y reparación moral y económica” por el régimen franquista, por más que la dictadura las utilizara con criterio fanático para criminalizar a quienes defendieron la República. Por eso, es un acto de justicia plenamente legítimo y políticamente indispensable rehabilitar a todos los que sufrieron la persecución franquista. Sucesivas normas decretadas desde diciembre de 1975 han desarrollado este objetivo, que, sin embargo, se debe completar con la rotunda reparación moral y política planteada con esta ley.
Ahora bien, dicha reparación puede apuntalar sus fundamentos éticos y políticos con dos ideas que no sobra recordar. La primera se encuentra nada menos que en Kant, pensador cuyo imperativo categórico podría facilitar el consenso ético. Al dilucidar la frontera entre la bondad y la maldad, propuso como ley universal tratar a toda persona “siempre como fin y nunca como medio”. Esta ley no se cumplió en nuestra Guerra Civil. Se mató a personas como medio para alcanzar un fin político. Existe acuerdo entre historiadores sobre el balance global de víctimas: unas 55.000 en la zona del Gobierno republicano y en torno a 140.000 las ejecutadas por los sublevados y la dictadura desde julio de 1936 hasta 1945. Fueron muertes injustificables éticamente. Nos corresponde, por tanto, construir una memoria democrática en la que de ningún modo se respalde o excuse cualquier asesinato. Lo dice la ley claramente y no sobra repetirlo: hay que “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Está en consonancia con el acuerdo de la Unión Europea de conmemorar el 23 de agosto a las víctimas del “extremismo, la intolerancia y la opresión”.
A esto se suma otra faceta profundamente humana: el dolor no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología. Una memoria democrática debe comenzar por unir y recordar el dolor de, por ejemplo, los miles de maestros fusilados por sus ideas con el dolor de los miles de religiosos igualmente eliminados por sus creencias. Y aquí procede rescatar la autoridad moral y política de Negrín, nada sospechoso de equidistante ni derrotista. El 18 de junio de 1938, como presidente del Gobierno de la República en guerra, glosando su idea de paz, lanzó el siguiente reto: “El gobernante que, al cesar la contienda, no comprenda que su primer deber es lograr la conciliación y armonía que hagan posible la convivencia ciudadana ¡maldito sea!”. Concretó que, llegado ese momento, la máxima aspiración del hombre de Estado “deberá ser que, sin transcurrir muchos años, en las estelas funerarias de cada pueblo figuren hermanados los nombres de las víctimas de la lucha, como mártires por una causa de la que debe surgir una nueva y grande Patria”.
El Abc del 19 de junio reprodujo íntegro el discurso, no así La Vanguardia, que no transcribió la segunda frase. Lógicamente, el contexto de 1938 obligaría a desentrañar los distintos contenidos que abordó Negrín en una alocución expresamente dirigida a todos los españoles, no solo a los habitantes de la zona republicana. Lo importante fue su idea, que, por otra parte, no sería solo suya, tal y como Santos Juliá nos dejó investigado con extraordinaria consistencia en su libro Transición. Sobre tales raíles cabría encauzar la aplicación de la presente ley de memoria para, en efecto, construirla como democrática, sin exclusión de víctimas. Se cumpliría, al fin, la aspiración de Azaña: “Paz, piedad y perdón”.