Hay que estar en vilo contra la extrema derecha
Encogerse de hombros y renunciar a disentir, a señalar el autoritarismo e incluso a bromear es una actitud muy poco savateriana
Se pregunta Fernando Savater en su última columna si sería una catástrofe irremediable que Georgia Meloni tuviera una ideología fascista, y a quienes ya nos parece una catástrofe irremediable nos cuesta entender que se plantee en subjuntivo y condicional. “Llamar ‘fascismo’ a lo que sale de las urnas legalmente utilizadas parece un poco exagerado, ¿no?”, plantea Savater, co...
Se pregunta Fernando Savater en su última columna si sería una catástrofe irremediable que Georgia Meloni tuviera una ideología fascista, y a quienes ya nos parece una catástrofe irremediable nos cuesta entender que se plantee en subjuntivo y condicional. “Llamar ‘fascismo’ a lo que sale de las urnas legalmente utilizadas parece un poco exagerado, ¿no?”, plantea Savater, con un argumento que podrían aplaudir quienes organizaron el referéndum ilegal de independencia de Cataluña en 2017. Tal vez llamar fascista a Meloni sea impreciso o anacrónico, según lo fino que hilen los politólogos e historiadores de guardia, pero no exagerado: Hermanos de Italia lleva en su logotipo la llama del Movimiento Social Italiano, el partido fundado en los rescoldos de la República de Saló y heredero orgánico e ideológico del Partido Fascista de Mussolini, y en los mítines y liturgias de la formación de Meloni se han visto retratos del Duce, brazos en alto y exaltaciones del squadrismo. Si un ave vuela como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, ni el más quisquilloso de los ornitólogos nos reprochará inferir que es un pato.
Que un espécimen así gobierne en una democracia europea debería poner en vilo, en primer lugar, a los demócratas que nos han enseñado a serlo a los demás, y en España ha habido pocos maestros tan luminosos y valientes como Savater. Si muchos estamos en vilo, en parte es porque aprendimos de él —en sus textos, en su humor, en su militancia corajuda y en su empeño por asentar una educación para la ciudadanía— que una democracia debe actuar en defensa propia. Ya sobraban los motivos para la inquietud desde una perspectiva hipotética, pero a estas alturas del siglo las hipótesis que se formulan en condicional y en modo subjuntivo han sido superadas por la experiencia del presente de indicativo y del pretérito imperfecto: hemos visto ya unas cuantas barbas de vecinos peladas y sabemos con certeza que el daño que estas nuevas derechas (derechas radicales, ultraderechas, nacionalpopulismos o exneoposfascismos, como los llama Paolo Flores d’Arcais) infligen a la democracia es hondo. Que sea o no irreparable depende de cómo reaccionemos los demócratas.
Se apoya también Savater en lo empírico para argumentar su encogimiento de hombros ante la amenaza meloniana: “Si aquí sobrevivimos a ministros y políticos como Pablo Iglesias, Irene Montero, Yolanda Díaz, Alberto Garzón, Ione Belarra, Pablo Echenique… seguro que a Italia no le irá peor con Meloni y Matteo Salvini”. Dicen los toreros que más cornadas da el hambre, hasta que un miura les rasga la femoral. Los populismos de izquierdas y los nacionalismos son corrosivos, pero hoy no plantean una sociedad sin oposición ni libertades. Podrán imponer “medidas fachas”, como dice Savater, que serían el hambre del dicho taurino, pero no enmiendan el Estado democrático, como sí lo hacen Meloni, Salvini y sus amigos (las cornadas reales). Equiparar a unos y a otros es un favor para estos últimos. Cada vez que alguien les quita hierro, avanzan unos metros más y se naturaliza lo aberrante.
Escriben Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes en Ellos, los fascistas: la banalización del fascismo y la crisis de la democracia (de próxima aparición) que una de las consecuencias del auge de las derechas radicales es la influencia que ejercen sobre los conservadores y los liberales, que se abisman en crisis graves cuando empiezan a perder votantes. Esto no solo ha llevado a muchos partidos grandes de intachable reputación democrática a elevar el tono para competir, sino a que incorporen a su ideario asuntos y posturas ajenos a sus principios. Lo cuenta muy bien Anne Applebaum en El ocaso de la democracia, unas memorias parciales camufladas de ensayo político en las que la autora señala cómo muchos de sus amigos y compañeros de viaje conservadores y liberales se han transformado en monstruos, tal vez no fascistas, pero sí algo muy parecido, casi indistinguible.
Los discursos antiliberales de las derechas extremas lo tendrían mucho más difícil si las posiciones conservadoras y liberales no flaqueasen y si sus intelectuales los discutieran con la misma firmeza con que han discutido siempre a otras amenazas. La obra y el ejemplo político y vital de Fernando Savater contienen un arsenal de armas letales contra las Meloni de Europa. Sin un pensador como él enfrente, tienen el horizonte despejado. En su última columna vuelve con habilidad uno de sus argumentos (“todo el mundo tiene derecho a gobernar”) contra quienes vivimos en vilo. Por supuesto que la democracia, como bien ha expresado tantas veces, consiste en convivir con el otro, por feo e insoportable que nos resulte. Pero es precisamente quien forma un Gobierno con el lema “Dios, patria y familia” el que necesita esa lección de Educación para la Ciudadanía, no los que ya estamos convencidos de que hay que convivir con Meloni y con los fascistas, lo que implica aceptar su Gobierno cuando ganan. Aceptarlo es una cosa, pero encogerse de hombros y renunciar a disentir, a señalar el autoritarismo e incluso a bromear es una actitud muy poco savateriana. Sus lectores y admiradores no aprendimos eso.