Cuando el destino nos alcance

Es obvio, salvo para las mentes conservadoras más empecinadas, que hace falta un cambio de rumbo que ponga punto final al delirio emprendido por Reagan y Thatcher hace 40 años

Charlton Heston, como el detective Thorn en 'Cuando el destino nos alcance', de Richard Fleischer (1973).

Medio siglo desde que se estrenó en cines Soylent Green, la distopía malthusiana en la que Charlton Heston interpreta a un policía que debe investigar, en un Nueva York caluroso y destartalado, la extraña procedencia del único alimento al alcance de unas masas al borde de la revuelta. La frase promocional con la que se acompañó el lanzamiento de la película advertía: “Año 2022, nada marcha bien, nada funciona, pero la gente sigue siendo la misma y hará lo que sea para conseguir lo que necesite”. Al llegar nuestro tiempo al presente imaginado en aquella historia resulta inquietante que l...

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Medio siglo desde que se estrenó en cines Soylent Green, la distopía malthusiana en la que Charlton Heston interpreta a un policía que debe investigar, en un Nueva York caluroso y destartalado, la extraña procedencia del único alimento al alcance de unas masas al borde de la revuelta. La frase promocional con la que se acompañó el lanzamiento de la película advertía: “Año 2022, nada marcha bien, nada funciona, pero la gente sigue siendo la misma y hará lo que sea para conseguir lo que necesite”. Al llegar nuestro tiempo al presente imaginado en aquella historia resulta inquietante que la sentencia, tan contundente como desesperada, refleje la sensación que se lleva percibiendo estos últimos meses. La película recibió en castellano el título de Cuando el destino nos alcance.

Siempre es difícil precisar cuándo finaliza una época, no así cuándo comienza a finalizar. La nuestra, la del capitalismo neoliberal y la globalización, empezó a resquebrajarse en la Gran Recesión de 2008. A partir de ese punto, una crisis de ciclo largo en el que todas las costuras sociales, muy endebles a causa del fanatismo financiero, se han ido descosiendo. Crisis del trabajo que a duras penas alcanza para dar estabilidad. Crisis territorial, angustia en los territorios pobres y deseos solipsistas en los ricos. Crisis medioambiental que pasa de los datos climáticos a las llamas y los fallecimientos. Crisis cultural en el reino del individualismo competitivo. Crisis de legitimidad de la democracia liberal, con una ultraderecha que arrecia, ahora en Italia. Si a esto le sumamos una pandemia y una guerra, que ha destapado la tensión energética e inflacionaria, 2022 parece ese punto donde el destino nos alcanza.

Un destino que no es más que la aceptación, ya obvia salvo para las mentes conservadoras más empecinadas, de que se precisa un cambio de rumbo que ponga punto final al delirio emprendido por Reagan y Thatcher hace 40 años. Aún estamos lejos, sin embargo, del consenso de lo que se necesita, pese a que la respuesta ante el virus hizo patente la necesidad de lo público y de una intervención económica estatal en los sectores estratégicos. Un 16 de septiembre de 2008, un día después de la caída de Lehman Brothers, Iñaki Gabilondo entendió cuál iba a ser el escollo principal para este cambio: “Todo se detiene en el plano político nacional. Cada país dispone, como chivos expiatorios, de sus gobiernos. Denunciamos sus errores pero ni se nos ocurre denunciar los colosales errores de cálculo de los gigantes mundiales de las finanzas. La democracia es sólo la apariencia del poder, un rompeolas en el que revientan las iras ciudadanas”.

Hace una década, aunque la antipolítica acudió rauda a servir de coartada al sistema financiero, el resultado fue que la indignación acabó por constituirse en propuesta, probablemente porque venir de una situación de bonanza económica, por mucho que fuera producto de la especulación, otorgaba a sus protagonistas la capacidad de imaginar un horizonte. Hoy, sin embargo, aquella tensión cívica no se percibe: venir de un espacio prolongado de interdeterminación fulmina la esperanza. En la Gran Recesión aún estaban claras las líneas del terreno de juego donde se enfrentaban dos contendientes clásicos. Hoy el campo está cubierto por una espesa niebla y cada jugador viste una enseña diferente. Cuando la pluralidad de amenazas provoca que no sepamos siquiera a qué nos enfrentamos o dónde nos situamos respondemos mediante la ansiedad.

El gran reto para quien tenga responsabilidad de gobierno en este tiempo que se avecina no será sólo la implementación de medidas en los múltiples frentes abiertos, sino también gestionar esa ansiedad. Más allá de lo acertado de una acción esta puede devenir en conflicto si se percibe que recae sobre los hombros equivocados: el espacio del error se estrechará dramáticamente. Por otro lado, el gran reto para la izquierda será encontrar una dirección que reconozca el cambio de época, sus problemas e incógnitas, pero que sea capaz de superar el catastrofismo. Un espacio político, educado históricamente en la impugnación, deberá saber leer que la denuncia de los problemas, si no se acompaña de soluciones factibles, suele espolear el miedo. Desde el sálvese quien pueda nunca se encuentran los espacios comunes.

Las derechas son conocedoras de que la ansiedad social pedirá antes cuentas a la democracia que al modelo económico. Del lado extremo sólo se espera que se emplee primero como bardo del apocalipsis para erigirse después como cirujano de hierro. Por contra, la derecha liberal se verá frente a una encrucijada al tener que elegir entre beneficios o derechos, en un contexto donde acrecentar la desigualdad implica poner en riesgo la estabilidad. Los antecedentes, cuando se ha planteado esta elección, no han sido brillantes. La cuestión es que esta vez incluso para ser conservadores se necesita que después exista algo que conservar. Cuando el destino te alcanza, y el nuestro ya lo ha hecho, la decisión más inteligente es la única posible.

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