Negacionistas ¿de qué?

Deniegan en primer lugar la transición ecológica y la planificación democrática, y si para ello deben rechazar también la evidencia de la crisis climática, pues lo harán aún contra toda evidencia

RAQUEL MARÍN

En este verano del año 2022 asomarse a las noticias es un ejercicio que a no pocos les produce ansiedad: muertes por la ola de calor, que se concentran en los mayores y las personas de rentas más bajas; más de 30 incendios activos en toda España que se cobran vidas humanas e irrev...

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En este verano del año 2022 asomarse a las noticias es un ejercicio que a no pocos les produce ansiedad: muertes por la ola de calor, que se concentran en los mayores y las personas de rentas más bajas; más de 30 incendios activos en toda España que se cobran vidas humanas e irreversibles daños naturales; infraestructuras que no funcionan correctamente debido al desgaste de los materiales por las altas temperaturas, y de fondo la crisis energética y su correlato económico como horizonte de época. Las series y películas distópicas que vemos en las plataformas parecen haber asaltado ya los informativos. La crisis climática no es ciencia ficción; es el futuro que venía pronosticando la comunidad científica, que ya ha llegado, más rápido aún de lo que creíamos. Pero más importante aún que los datos: si algo define nuestro ánimo colectivo es que no pensamos que esto sean casualidades o que los próximos veranos vayan a ser mejores.

No obstante, precisamente a medida que el consenso científico se consolida y se hace comprensión general de nuestro tiempo, extendiéndose como sabiduría popular acalorada y preocupada, más beligerantes son las reacciones de aquellos negacionistas empeñados en librar una batalla contra las percepciones sensibles más evidentes: todo es como siempre ha sido, no está pasando nada, todo es una inmensa maniobra de distracción —¿distracción de qué?— progre.

¿Qué llevaría a alguien, sudando y viendo cómo el país arde por los cuatro costados, acosado por los efectos de la crisis energética y malhumorado por no poder dormir bien por culpa del calor a librar un combate para sostener que la crisis climática es mentira? No es la falta de datos ni de evidencia empírica por lo que los negacionistas adoptan esta postura. Los propios negacionistas añoran paisajes que se han destruido de forma irreversible, respiran peor aire, comen peor alimentación y pagan más precio por la energía. También, seguramente, ven el futuro con más pesimismo. ¿Y entonces, por qué lo niegan? En realidad, niegan el problema para poder rechazar así la solución, frente a la que no tienen alternativa.

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Hay seguramente una parte de resignación nihilista vestida de chulería, la del que se da golpes en el pecho por permanecer impasible mientras todo a su alrededor va a peor, como si se pudiese salvar solo. Pero hay una razón más profunda. Lo niegan porque, de aceptarlo, tendrían que convenir entonces que la transición ecológica es urgente y requiere dedicarle ingentes recursos económicos y de movilización social para transformar nuestra forma de vivir en la Tierra, de producir y consumir, de alimentarnos y calentarnos, de transportarnos o divertirnos, porque se nos acaba el tiempo y no podemos seguir comportándonos como si los recursos naturales y el planeta fuesen infinitos cuando están dando muestras espeluznantes de agotamiento.

Es más, en un segundo paso tendrían que reconocer que no vamos bien, que librado a su propia inercia este modelo depredador no ha demostrado posibilidad de autorreformarse y que la apelación al comportamiento responsable de cada individuo —o de cada empresa— considerado en forma aislada no puede producir cambios a la escala, la intensidad y la velocidad que necesitamos. Que, por tanto, hemos de recuperar nuestra capacidad de anticiparnos a lo que viene, construyendo las herramientas políticas y sociales para tomar decisiones como sociedades y no sólo como individuos, decidiendo qué cosas son prioritarias y cuáles no, a qué le dedicamos mayores esfuerzos e inversión de recursos y a qué menos. Lo que regresa es la idea de la planificación. La pandemia nos obligó a tomar medidas que establecían un bien colectivo —la salud— por encima de algunas apetencias individuales. También, en los momentos más duros, nos obligó a priorizar la producción de algunos bienes y servicios por encima de otros. Es bastante posible que aquello sólo haya sido el ensayo de las transformaciones que están por venir. Nuestras sociedades se nos revelaron de pronto muy frágiles y tuvimos que rescatar la idea de que existe un bien común que es más que la suma de los deseos individuales, que este se interpreta y establece por los procedimientos que concreta la soberanía popular y que ello requiere instituciones estatales y comunitarias con la fuerza como para poder salvaguardarlo o realizarlo.

No se trata simplemente del “regreso del Estado” porque este, en rigor, nunca se fue, ya fuera como gendarme, como creador de otro marco legal para la desregulación y la devaluación salarial o como asegurador de última instancia. Se trata del regreso de la planificación para gobernar el futuro, fijar democráticamente metas colectivas, ponerle coto a los poderes oligárquicos, coordinar esfuerzos público-privados y movilizar los recursos necesarios para que la transición ecológica la gobernemos nosotros con planificación democrática y ecológica en lugar de que la gobiernen el miedo, la guerra por recursos cada vez más escasos y la desigualdad y violencia creciente entre los que sufren y los que pueden pagarse refugios cada vez más caros. El neoliberalismo no tiene nada que decir sobre las dos amenazas más importantes que ha sufrido la humanidad en los últimos tiempos: la covid y la crisis climática. Simplemente no tiene respuestas, porque es un paradigma obsoleto, apenas una huida zombi hacia delante. Así, no es extraño que una parte de la furia de sus partidarios se haya dirigido… contra la propia existencia de esos desafíos.

Últimamente, se ha impostado una cierta polémica en el seno de algunas izquierdas sobre si la ecología o el feminismo serían luchas “culturales” que nos habrían alejado de las reivindicaciones “materiales” y —se deduce— por tanto mayoritarias. Esta polémica es extremadamente endeble en términos teóricos y se basa en una división mecánica y torpe entre estructura e infraestructura que nunca formó parte de la mirada de los teóricos que se invocan como santos. Es difícil sostener que hay dimensiones materiales separadas de las simbólicas, pero si así fuera, ciertamente las luchas por la tierra, el tiempo, la vida cotidiana o el propio cuerpo deberían contar las primeras en la lista de “materiales”. Los reaccionarios, por el contrario, parecen intuir mejor la interrelación entre las victorias culturales y las materiales y por eso libran con furia y frontalmente esta batalla ideológica. Si se niegan a conceder la evidente crisis climática es porque temen, con razón, que detrás de la creciente conciencia verde bien pueda venir la de la imperiosa necesidad de una transición ecológica que sólo puede llevarse a cabo con comunidades densas y Estados fuertes y sometidos a la soberanía popular. Y aquí llegamos a la cuestión central: los negacionistas lo son en primer lugar de la transición y la planificación democrática —de una democracia fuerte, en última instancia—, y si para ello deben serlo también de la evidencia de la crisis climática, pues lo serán aún contra toda evidencia.

Las grandes transformaciones que necesitan del empuje popular no son nunca, no obstante, el resultado del miedo ni de una conciencia catastrofista, que suelen ser paralizantes. Son el resultado de la confianza en las propias fuerzas y la esperanza en un futuro mejor. La transición ecológica es inevitable; la cuestión es si la gobernaremos o será como anuncian las películas distópicas. Pero sólo se hará políticamente posible si además de ser científicamente necesaria es socialmente deseable: es la palanca para reorganizar la vida y hacerla mejor, más lenta, más cercana, más justa, más feliz. Esa guerra cultural no la van a librar los datos, ni avances tecnológicos, ni las campañas de publicidad de las grandes empresas poniéndose logos verdes. Es la tarea —y la oportunidad— de quienes no queremos cerrar los ojos ni correr asustados en una huida hacia ninguna parte: Hacer de cada paso en la transición un ejemplo que dé certezas y un horizonte de una vida buena posible, porque la batalla es hoy si puede haber un futuro por el que merezca la pena cuidar de la Tierra y del prójimo o si todo es el entregarnos al suicida “sálvese quien pueda”. Porque una mayoría asustada y disgregada no es una mayoría, así que tenemos la tarea cultural de articular, a partir de las mayorías preocupadas por el final del mundo y por el final de mes, una nueva mayoría moral y política, una voluntad popular por una transición ecológica con justicia social. Y de hacerlo rápido.

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