Sí, se puede ser amigo de un terraplanista

La amistad pertenece a lo sagrado y al misterio. Me lo enseñó un amigo franquista que me salvó la vida

Un hombre sostiene un dibujo del planeta Tierra según los terraplanistas.Getty Images

En su columna del domingo pasado, la escritora Elvira Lindo se preguntaba si podría ser amiga de un terraplanista. El ser un lector fiel y admirador de su obra me permite responder a su pregunta inquietante. Me une además con ella el estar casado con la poeta Roseana Murray, una de las escritoras de literatura infantil más leídas de Brasil. Y aún recuerdo charlas amistosas con ella y Antonio en su piso de Madrid, cua...

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En su columna del domingo pasado, la escritora Elvira Lindo se preguntaba si podría ser amiga de un terraplanista. El ser un lector fiel y admirador de su obra me permite responder a su pregunta inquietante. Me une además con ella el estar casado con la poeta Roseana Murray, una de las escritoras de literatura infantil más leídas de Brasil. Y aún recuerdo charlas amistosas con ella y Antonio en su piso de Madrid, cuando yo trabajaba en el suplemento Babelia.

Como a Elvira, siempre me causó cierto desasosiego la posibilidad de ser amigo de alguien a las antípodas de mis convicciones ideológicas. Hasta que me convencí de que la amistad, celebrada desde los textos bíblicos a los clásicos griegos y romanos, es algo que pertenece más bien a lo sagrado y al misterio, y es capaz de atravesar oscuros túneles que nos sorprenden.

Lo entendí mejor cuando en plena dictadura, siendo corresponsal en Italia del diario Pueblo, de Madrid, fui amigo de un franquista que era al mismo tiempo una de las personas con menos alardes y de las más generosas que conocí en mi vida. Supe más tarde que le debo a él, que ya se fue, el no haber sido apresado por la policía franquista. Al parecer, cada vez que volvía a Granada a visitar a mi madre, las fuerzas de la dictadura me seguían a cada paso. También en Italia. Recuerdo que cada vez que daba una conferencia para los jóvenes, al final de la sala aparecía siempre un señor de traje y corbata. Supe más tarde que era un espía enviado por la embajada del dictador.

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Mi amigo me dijo un día: “Juan, deja de hablar mal de Franco en Italia, que están siguiendo tus pasos”. Con el humor que lo caracterizaba, añadió: “Además, me estás arruinando. Cada renovación de tu pasaporte me cuesta un reloj de oro”.

Hoy, cuando lo recuerdo, no consigo pensar cómo podía creer él, un médico cardiólogo muy culto, que Francisco Franco era una persona buena y honesta. Prefiero recordar que, a pesar de lo que yo pensaba de su ídolo, me salvó desinteresadamente de sus garras.

Me pasa algo similar ahora que vivo en un pueblo al lado de Río de Janeiro. Mi farmacéutico es un bolsonarista empedernido que, a pesar de saber lo que escribo sobre su ídolo, se desvela para encontrar medicinas agotadas que necesito y hasta viene a traérmelas a casa. ¿Podría negarle mi amistad? En un mundo en el que los más terribles monstruos ideológicos del pasado están resucitando, la amistad que desafía hasta nuestras convicciones es de lo poco que nos queda.

Por eso me permito enviarte estos versos, Elvira, que me ha inspirado tu tierna y desgarradora columna:

Amigo

Barco siempre anclado

en la mirada,

a la esperanza de zarpar

huyendo del olvido.

El calor de su llama

en las venas de la ausencia,

alivio del aguijón

del desamor.

Cuando las cenizas

y las hojas marchitas

visten de luto al sol,

de las manos del amigo

nacen flores.

Mano abierta

en la hora del naufragio,

néctar bebido

a la sombra del sol

mientras huyen los monstruos

del rencor.

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