La tentación del exceso

A Gustavo Petro le toca salvar el escollo de las grandes proclamas que no van a ninguna parte y enfrentarse a las realidades concretas

Gustavo Petro y Francia Márquez, tras su victoria en la segunda vuelta de las elecciones en Colombia.Santiago Mesa

Ha ganado Gustavo Petro en Colombia, y enseguida se felicitaron todos los que ven en esa victoria un signo más del giro de Latinoamérica hacia la izquierda, un vuelco que hará a las sociedades del cont...

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Ha ganado Gustavo Petro en Colombia, y enseguida se felicitaron todos los que ven en esa victoria un signo más del giro de Latinoamérica hacia la izquierda, un vuelco que hará a las sociedades del continente más solidarias, más independientes de las voraces maneras del imperio del Norte, menos desiguales. Al otro lado quedó Rodolfo Hernández, un empresario que parecía una caricatura del trumpismo más ramplón y peligroso, sin proyecto de ningún tipo, agarrado a unos cuantos eslóganes contra las elites y la corrupción (y punto), y con ese aire campechano de “esto lo arreglo yo con un par” (y punto final). El triunfo de Petro es, por tanto, una buena noticia, se abre un tiempo de esperanza, viene con la idea de profundizar en el proceso de paz, trae como vicepresidenta a Francia Márquez que sabe lo que significa formar parte de “los nadies”, tiene un plan para convertir el combate contra el cambio climático en el eje de su política económica, ha hablado de socialdemocracia y de no eternizarse en el poder con maniobras rastreras. Aunque también tuvo, uy, ese eslogan tan radiante de cambiar la historia.

Lejos ya del ruido de una larga campaña que ha mostrado las entrañas de una sociedad rota y polarizada, es tiempo de trabajar para coser las costuras de esa Colombia deshilachada por la violencia y la pobreza. Es lo que le va a tocar hacer a Petro, él mismo lo ha dicho, y es en ese marco donde resulta necesario aplicar las luces largas, y no solo hacia adelante, también hacia atrás. Para esta última tarea nada como el libro reciente de Carlos Granés, Delirio americano, que permite colocar la historia reciente del continente en el diván y preguntarle por sus fantasmas y obsesiones, y adelantar así un diagnóstico que permita curar las dolencias de unas sociedades quebradas y machacadas por las rapiñas de los extraños y de los propios. De lo que habla con frecuencia Granés es de esa querencia de los latinoamericanos por lo excesivo, ese gusto por embelesarse y quedarse enganchados en sueños megalómanos, esa creencia de que la revolución va a transformar en un tris el erial en un paraíso: emborracharse con las palabras más grandilocuentes y desvincularse de los hechos y las realidades concretas. Y por ahí no se va a ninguna parte.

Granés habla en uno de los capítulos finales de su libro del delirio de soberbia que destila el victimismo latinoamericano. No se ha querido muchas veces ni “la emancipación ni la autonomía”, y se ha apostado todo a esos “actos adánicos y dramáticos que cambiándolo todo no cambian nada”. “En eso radicaba el problema”, escribe”, “en querer lo puro, en querer lo que no existe; en redimir la injusticia y el dolor aspirando a lo imposible: el regreso al pasado indígena, la anulación de la colonia, el fin de la globalización, el derrumbe del capitalismo, un mundo sin Estados Unidos, la pureza nacional, el cristianismo primitivo, la nobleza del buen salvaje, la existencia de Abya Yala, la aniquilación del hombre blanco”. Llamaradas que encienden ese corazón con el que, decía Eva Perón, “se aprende más que con la inteligencia”. Pero no es verdad: tanto sentimentalismo solo ha conducido a plegarse a las consignas de esos caudillos que tanto mal han hecho a Latinoamérica. En las manos de Petro está ahora meter los arrebatos en la nevera y gobernar para todos. Y escapar de la pureza como de la peste.

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