Sin contrición
En su reaparición pública, Angela Merkel encarna un sentimiento alemán de profundas y contradictorias raíces históricas
La Guerra Fría no terminó en 1989 con la caída del Muro, ni en 1991 con la desaparición de la Unión Soviética. Según Angela Merkel, no fue posible terminarla entonces y sigue viva todavía. Desde la primera guerra de Chechenia en 1993, Rusia ha ido de mal en peor, cada vez más amenazante para los europeos. La explicación de Merkel reparte las responsabilidades. Corresponden a todos los que debían construir un sistema de s...
La Guerra Fría no terminó en 1989 con la caída del Muro, ni en 1991 con la desaparición de la Unión Soviética. Según Angela Merkel, no fue posible terminarla entonces y sigue viva todavía. Desde la primera guerra de Chechenia en 1993, Rusia ha ido de mal en peor, cada vez más amenazante para los europeos. La explicación de Merkel reparte las responsabilidades. Corresponden a todos los que debían construir un sistema de seguridad colectiva en Europa para evitar una atrocidad como la invasión de Ucrania.
Se echaba en falta esta voz, en silencio desde que dejó la Cancillería y en especial desde el 24 de febrero, cuando empezó la invasión. La condena de la guerra de Vladímir Putin estaba descontada y solo había que calibrar el disgusto y la dureza exacta de sus palabras. El rechazo es tajante, pero también prudente, sin palabras gruesas. Pero no podía quedar sin respuesta la lluvia de críticas vertidas sobre ella por la creciente dependencia energética de Rusia durante sus 16 años como canciller y por la falta de visión ante la amenaza bélica agazapada detrás de la deriva autoritaria del Kremlin.
Confiaba en la diplomacia. Todos confiaban en ella. Si funcionó durante tres décadas, ¿por qué no iba a seguir funcionando? No ha sido así. El tiempo en que imperaba solo la palabra ya ha terminado. Hablan las armas y seguirán hablando durante largo tiempo. Es el Zeitenwende, el cambio de época definido por el canciller Olaf Scholz que obliga a Alemania a rearmarse.
Hay pesadumbre pero no contrición en sus palabras. Ucrania no podía entrar en la OTAN en 2008, cuando George W. Bush lo propuso y se encontró con su oposición y la de Nicolas Sarkozy: corroído por la corrupción y dominado por los oligarcas, ni el país estaba preparado para entrar en la Alianza ni Putin lo hubiera aceptado. Quizás se hubieran precipitado las cosas, como ya sucedió con la guerra de Georgia. La moderada reacción ante la anexión de Crimea y la guerra del Donbás, así como los acuerdos de Minsk, dieron siete años de respiro a Ucrania para que hoy dispusiera de un Ejército preparado que entonces no tenía.
Merkel encarna un sentimiento alemán de profundas y contradictorias raíces históricas. Confesó que está fascinada por Rusia y siente como una enorme tragedia esta guerra bárbara. Son sus primeras y todavía incompletas explicaciones. Debería haber más. Si pudo hacer algo para prever la guerra, no lo reconoció. Tampoco admitió su escasa agilidad a la hora de disminuir la dependencia energética de Rusia. De poco sirve llorar sobre la leche derramada.
De las palabras de Merkel se deduce que comparte las ideas de Emmanuel Macron. Rusia no desaparecerá del mapa. Estará siempre donde está, tan cerca en su geografía y su cultura, y tan lejos en su sistema de dominación autocrática. Ahora hay poco que discutir con Rusia, pero no hay que humillarla. El momento del diálogo llegará, pero en ningún caso se puede hacer sin Ucrania.