Un atardecer en Kiev
Hace solo seis meses disfrutaba de las vistas de una terraza elegante de la capital ucrania: la guerra ha convertido el catálogo de sus sibaritismos en un pecio del mundo de ayer
Situado en el centro de Kiev, el Complejo Avalón ofrecía todas las complicaciones que puede requerir la vanidad contemporánea, del salón de bronceado al spa y de la barra de sushi a la coctelería fina o el karaoke. En esa paella mixta de placeres, sin embargo, solo uno le había dado su prestigio: una terraza con vistas —en verdad espléndidas— al atardecer. No era, sin duda, la única atalaya de la ciudad: a Kiev le gusta mirarse y remirarse, y raro será el terrado que no abre una perspectiva para ver las cúpulas de cebolla de sus mo...
Situado en el centro de Kiev, el Complejo Avalón ofrecía todas las complicaciones que puede requerir la vanidad contemporánea, del salón de bronceado al spa y de la barra de sushi a la coctelería fina o el karaoke. En esa paella mixta de placeres, sin embargo, solo uno le había dado su prestigio: una terraza con vistas —en verdad espléndidas— al atardecer. No era, sin duda, la única atalaya de la ciudad: a Kiev le gusta mirarse y remirarse, y raro será el terrado que no abre una perspectiva para ver las cúpulas de cebolla de sus monasterios o el discurrir de su río en plena majestad. Pero el amor de los kievitas por la contemplación del ocaso tenía —tiene— justificaciones que van más allá de buscar la fresca del día en el verano: el historiador de la literatura Paul Fussell habla de la rara calidad de los crepúsculos en zonas de llanura como, precisamente, la de Kiev. Fussell cita en concreto el pasmo de los soldados, dentro de las trincheras de la Gran Guerra, ante ese espectáculo de cohetería celestial que, a falta de otros consuelos, se les regalaba con cada atardecida y cada amanecer. Pero hay lugares, ya no sé quién lo dijo, que el ángel de la Historia parece haber dispuesto a modo de campo de batalla. Y hoy se cuaja la sangre al pensar en el hermanamiento en lágrimas de la llanura ucrania con esa otra “llanura sombría” de Waterloo hace dos siglos o el llano “doliente y borroso” del Paso de Calais hace solamente uno. En un hermoso poema sobre la guerra del 14, John McCrae hace hablar a los soldados muertos. Y eso es lo que recuerdan: “Sentíamos el amanecer, veíamos el brillo de la puesta de sol”.
Han pasado apenas seis meses desde que, como tantos, me apunté a ver el final del día en el Complejo Avalón: en solo medio año, la guerra ha convertido el catálogo de sus sibaritismos en un pecio del mundo de ayer. Y algún Petronio habrá que encontrara el local ostentoso, enfático como un desquite, pero si me gusta recordar esa Ucrania ligera, esa Ucrania que salía y que reía, es también por lo que tenía de desquite, de emancipación de las fatalidades de la historia. Al afirmar que, hasta ayer mismo, las alegrías y las preocupaciones de los ucranios eran como las de cualquier nación occidental avanzada, estamos celebrando lo que el país había conseguido en sus tres décadas de independencia: desligar su nombre de la tragedia.
Sí, Ucrania podía quitarle la sordina a Zagajewski y afirmar, con razón, que “ningún país sufrió más que nosotros”. Estos dos meses de invasión rusa nos han servido para releer el catálogo de padecimientos ucranios del Novecientos a esta parte: guerras civiles y mundiales, dictaduras, hambrunas, purgas, accidentes nucleares, holocaustos. Es llamativo, sin embargo, que entre los dolores de Ucrania apenas hayamos pesado los posteriores a la independencia. Emigración en masa. Periodos hiperinflacionistas. Unas liberalizaciones que supusieron el cambio de la ineficiencia pública por la corrupción público-privada. Según Serhii Plokhy, lectura de aquellos días en Kiev, entre 1991 y 1997, el país iba a perder el 60% de su riqueza nacional: en la Gran Depresión, EE UU perdió el 30%.
Frente a quienes justifican el irredentismo putiniano con apelaciones al Rus de Kiev, la terraza del Avalón se asomaba a algunos de los santos lugares de la identidad ucrania: la Ópera que tanto hizo por su lengua, la catedral —museo del ateísmo en tiempos soviéticos— que da fe de las tensiones con Moscú. Pero el éxito de la Ucrania contemporánea ha sido justamente alejarse de la imposición de un nacionalismo a los suyos para ofrecerles una ciudadanía: un proyecto de país capaz de integrar, con problemas pero también con resultados, distintas etnias, lenguas, credos y regiones. Es todo lo contrario del monolitismo según el cual deben tributar a Rusia los lugares donde se habla ruso y se reza en una iglesia ortodoxa. En la Revolución Naranja de 2004 o en el Euromaidán de 2014, los ucranios se mostraron resueltos a mantener la autonomía de su proyecto. Lo hicieron con solitaria dignidad, a sabiendas, como se ha demostrado, de que nadie iba a compartir el precio pagado por su libertad, en todo lo que va de Crimea en 2014 a Mariupol en 2022. En pleno desencanto de la crisis del euro, ver a los ucranios con banderas de la UE tuvo no poco de lección de “la otra Europa” —la expresión es de Milosz— a la nuestra.
Aquel día en Avalón vimos cómo un chico pedía matrimonio a una chica: fue una escena hermosa, en pleno atardecer de Kiev, con anillo y lágrimas de emoción y unos camareros rápidos en traer el espumoso. No pudimos menos que sumarnos al brindis: incluso el más celoso defensor de la soltería reconocerá en el matrimonio una belleza tan humana como el hambre de futuro. Estos días me he preguntado muchas veces por estos jóvenes ucranios, ciudadanos entonces de un país libre, comprometidos —literalmente— a meses, a semanas apenas, de una guerra. Y me he acordado de lo que escribe Herbert cuando Jaruzelski disolvió Solidaridad: que, pase lo que pase, sus sueños no serían humillados.