Preguntas al nuevo ciclo progresista
El triunfo de Boric en Chile es de singular relevancia, ya que frena el avance de la extrema derecha y refuerza el componente democrático dentro del polo izquierdista latinoamericano
Como hace 10 años, vuelve a hablarse de un ciclo progresista en América Latina. Los triunfos recientes de Xiomara Castro, en Honduras, y Gabriel Boric, en Chile, permitirían identificar nueve gobiernos de la región inclinados hacia la izquierda, frente a una docena colocada en la derecha o el centro. Las diferencias entre esos gobiernos no podrían ser más notables y la propia ide...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Como hace 10 años, vuelve a hablarse de un ciclo progresista en América Latina. Los triunfos recientes de Xiomara Castro, en Honduras, y Gabriel Boric, en Chile, permitirían identificar nueve gobiernos de la región inclinados hacia la izquierda, frente a una docena colocada en la derecha o el centro. Las diferencias entre esos gobiernos no podrían ser más notables y la propia identidad de izquierda de algunos sería dudosa. Pero es evidente que el espectro ideológico vuelve a balancearse.
Las diferencias no solo se manifiestan dentro del nuevo polo progresista sino con respecto al ciclo anterior. Por mucho que se insista en que el Grupo de Puebla es mera continuación del Foro de São Paulo o que este es el mismo desde los tiempos de Lula da Silva o Hugo Chávez, las actuales izquierdas gobernantes toman distancia de las anteriores en varios aspectos. Por lo general, no tienden al reeleccionismo indefinido, no acoplan sus agendas geopolíticas al bloque bolivariano, ni hacen de la tensión con Estados Unidos el eje de sus estrategias diplomáticas.
Los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador, en México; Alberto Fernández, en Argentina, y Pedro Castillo, en Perú, son experiencias emblemáticas del nuevo ciclo. En los tres casos ha habido un efecto de moderación de las corrientes chavistas, que se manifiesta en una recuperación del rol del Estado en el gasto social sin reeditar ofensivas nacionalizadoras o demasiado dependientes del alza de precios de las materias primas.
En política exterior, esos gobiernos han sostenido buenas relaciones con Estados Unidos —el mexicano, de hecho, ha llevado el entendimiento con Washington a niveles inéditos de intimidad bilateral—, y no han apostado a la geopolítica adversarial por medio del acercamiento a Rusia, China u otras potencias emergentes. Más allá de divergencias concretas con Luis Almagro y la Organización de Estados Americanos (OEA), esos gobiernos han preservado el marco interamericano de sus relaciones globales, con lo cual, se han alejado en la práctica del bloque bolivariano.
Las distancias de México, Argentina y Perú con esa alianza, que protege regímenes autoritarios como el venezolano, el nicaragüense y el cubano, son sutiles, como pudo verse en la última reunión de cancilleres de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y el desaire a la toma de posesión de Daniel Ortega. Con Nicaragua han llegado a ser tan explícitas como para producir llamados o retiros de embajadores y notas diplomáticas ásperas. Con Venezuela y Cuba tampoco son inexistentes, pero se ocultan o subliman, rigurosamente, por el rechazo generalizado que despierta la política de Estados Unidos hacia esos países en América Latina y el Caribe.
La discontinuidad entre el primer ciclo y el segundo podría resumirse con los sucesos de la cumbre de la CELAC en México. Allí, el presidente López Obrador propuso, contra la línea chavista, crear con Estados Unidos y Canadá un área de libre comercio, tomando como modelo la Unión Europea. A pesar del acento anti-OEA que imprimieron a ese foro los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela, muchas administraciones de la región, incluyendo la boliviana y la peruana, permanecen dentro del organismo interamericano y aceptan su Carta Democrática.
Los triunfos de Castro en Honduras y Boric en Chile podrían agregar mayor heterogeneidad al tejido ideológico regional. En estos momentos habría más preguntas que respuestas sobre el impacto de esas victorias en la evolución de la izquierda. Si el nuevo Gobierno de Honduras sigue la línea del derrocado proyecto de Manuel Zelaya, en 2009, probablemente veamos una aproximación de ese país centroamericano al polo bolivariano. Más difícil será que un giro semejante se produzca en Chile, donde el presidente electo no ha ocultado críticas a la falta de democracia en Venezuela, Nicaragua y Cuba.
El triunfo de Boric es de singular relevancia, ya que, por un lado, pone un alto al avance de la extrema derecha tipo Jair Bolsonaro y José Antonio Kast en Sudamérica, y, por el otro, refuerza el componente democrático dentro del polo izquierdista latinoamericano. En política doméstica e internacional, Boric tiene muchas más coincidencias con López Obrador, Fernández o Luis Arce que con Nicolás Maduro, Daniel Ortega o Miguel Díaz-Canel. Su compromiso con el crecimiento económico sin desigualdad social y la profundización de la democracia sin limitar derechos humanos y libertades públicas reafirma que la izquierda democrática vuelve a levantar su perfil en la región.
La nueva Constitución que actualmente se redacta en Chile introduce cambios ostensibles en el último constitucionalismo latinoamericano, impulsado por la hegemonía chavista. Al igual que aquel constitucionalismo, este se interesa en los derechos de las comunidades indígenas y los sectores de bajos ingresos, en los adultos mayores y el medio ambiente, pero concede mayor centralidad a las mujeres y a la juventud estudiantil y trabajadora. En Chile, la nueva Constitución y el proyecto de Gabriel Boric y Apruebo Dignidad se apartan de la concentración del poder, la reelección permanente, el deterioro del Estado de derecho, la criminalización de protestas y la represión sistemática que ejerce el autoritarismo bolivariano.