De ausencias y predilecciones: más allá de Almudena Grandes
La escritora reveló en sus novelas también otra memoria, aquella que, refugiada en los hogares de los vencedores, asimiló el régimen como un ecosistema lógico e indiscutible
A veces, la muerte de un creador reconocido en los ámbitos intelectual y popular pone el foco de la atención ciudadana en conceptos básicos acerca de la función de la política en democracia y sobre el trasfondo ideológico y moral que revelan las actitudes de quienes la ejercen en nombre del pueblo. La desaparición de Almudena Grandes fue un mazazo para el mundo literario de nuestro país, incluso para el del conjunto de los países de habla hispana....
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A veces, la muerte de un creador reconocido en los ámbitos intelectual y popular pone el foco de la atención ciudadana en conceptos básicos acerca de la función de la política en democracia y sobre el trasfondo ideológico y moral que revelan las actitudes de quienes la ejercen en nombre del pueblo. La desaparición de Almudena Grandes fue un mazazo para el mundo literario de nuestro país, incluso para el del conjunto de los países de habla hispana. Y la mezcla de silencios e inhibición de las instituciones madrileñas en las celebraciones póstumas, un agravio innecesario a un amplísimo sector de la ciudadanía.
Por todos es sabido que la novelista comprometió su palabra, ya desde el lejano Malena es un nombre de tango (1994), con una parte de la sociedad española: aquella que, habiendo perdido la Guerra Civil y sufrido la dictadura, hizo posible, a mediados de los setenta, la apertura de un nuevo ciclo político e institucional en España apostando por un país europeo, moderno, con una democracia asentada y sin adjetivos. Aquellos vencidos a los que homenajearía la escritora en sus novelas, que salieron de las cárceles, regresaron del exilio o abandonaron la clandestinidad entre 1975 y 1977, eran parte esencial del cemento de la nueva sociedad, la de la convivencia civilizada entre quienes se habían enfrentado en una contienda fratricida surgida de un golpe de Estado. Almudena Grandes, en toda su trayectoria literaria y civil, mostró su identificación con los valores democráticos. Y lo hizo desde el lado de quienes perdieron la guerra y con un claro propósito: rescatar y dignificar su memoria. Porque nunca democracia implicó olvido del mismo modo que no implicaba, en ningún caso, venganza.
Pero en sus novelas también reveló otra memoria: aquella que, refugiada en los hogares de los vencedores, asimiló el régimen como un ecosistema lógico e indiscutible, inoculó una suerte de normalidad en la conciencia colectiva que marcó a generaciones de niños y jóvenes, hoy adultos, que jamás se preguntaron por su legitimidad. Se convirtió en el único universo posible: España era diferente. Manuel Vázquez Montalbán, en 1999, describía así ese clima: “La historia que me enseñaron fue una historia en la que todo lo bueno conducía al franquismo y todo lo malo era lo que negaba el franquismo”. En los días posteriores a la muerte de la escritora, se puso de manifiesto la profunda huella que esa experiencia, vivida por varias generaciones, ha dejado en buena parte de los sectores conservadores del país. Sea ignorancia, confusión o sectarismo, lo cierto es que en demasiadas ocasiones asoman de manera pública las servidumbres de una derecha incapaz de soltar amarras con la dictadura, de asumir del todo la transición política y los valores constitucionales. Un ejemplo rotundo es la deslegitimación del actual Gobierno de España, su calificación como el “más radical de Europa” o como socialcomunista o amigo de terroristas, incluso tras la firma de acuerdos históricos con la patronal o a la luz de su sintonía con la Unión Europea.
Si es inexplicable su resistencia al cambio de nombre de ciertas calles, no lo es menos la actitud (inentendible en la Europa democrática) mostrada ante el levantamiento de los restos de Franco del Valle de los Caídos o ante la demanda de los nietos de los asesinados por la dictadura por encontrar a sus abuelos desaparecidos. Pronuncian el término comunista como un insulto, eludiendo que la Constitución tuvo y tiene en el PCE una de sus columnas esenciales, que el origen de la Reconciliación Nacional viene de su manifiesto de principios de 1956, y que en Europa, España incluida, el eurocomunismo fue la negación de la deriva totalitaria del Este europeo, por no aludir al papel de esos partidos en Francia o Italia en la construcción de su estructura constitucional tras la Segunda Guerra Mundial.
Todo ello conforma una mirada viciada hacia nuestro pasado y, en el fondo, la asunción, como propios, de tics franquistas que parecían solo patrimonio de la extrema derecha, como si en su disco duro se mantuvieran los algoritmos aprendidos en los “principios fundamentales del movimiento” y alguien hubiera decidido tirar por la borda los aparejos que permitieron construir la actual democracia española, en la que nombres como Solé Tura, Peces Barba o el propio Carrillo, jugaron un papel decisivo, tanto o más que el que pudieron jugar Herrero de Miñón o Pérez Llorca. Comunistas y socialistas formaron parte del bloque constitucional y no es comprensible que quienes se reclaman de centro, incluso liberales, utilicen la palabra comunista como un insulto: ¿cuándo añadirán el concepto masón para completar el círculo?
La realidad es que en los últimos años retornan lemas que mi generación leyó una y otra vez en aquellas enciclopedias del bachiller de finales de los sesenta. Es el trasfondo que explica el borrado de versos memorables de Miguel Hernández de un muro del cementerio de la Almudena, o la desconfianza hacia homenajes a García Lorca o a Antonio Machado, o la supresión de los nombres de Indalecio Prieto o Largo Caballero del callejero de Madrid, o la tolerancia ante la calumnia hacia las Trece Rosas. Es borrar la senda que se trazó a partir del reencuentro, mediados los setenta, de aquellos que salían de las cárceles o volvían del exilio, con quienes, por activa o por pasiva, los encarcelaron y expulsaron de España, tan bien expresada en el óleo El abrazo, de Juan Genovés.
La rectificación del alcalde Almeida, vinculada a la aprobación del presupuesto y no al merecimiento, produce estupor e incredulidad, incluso abochorna. Y revela un trasfondo en el que se mezclan desdén, desconocimiento e insensibilidad. Las instituciones que él y la señora Ayuso presiden son de todos (también lo eran de Almudena Grandes y lo son de sus lectores, y de sus compañeros de ideología) y la actitud de ambos solo ha puesto de relieve ignorancia y falta de voluntad integradora. Porque si pensáramos que ha habido premeditación política, estaríamos en otro escenario: el que ocupa la beligerancia hacia la cultura crítica, y, en el fondo, la asimilación de los lugares comunes del franquismo, que siguen trabajando en la conciencia de un segmento no desdeñable de la derecha sociológica.