Politizar la justicia para revertir el aborto
La interferencia de los intereses políticos en el poder judicial justicia vicia conceptos centrales para el Estado de derecho
Cuando, en 1973, el Tribunal Supremo de Estados Unidos convirtió el aborto en un derecho en su sentencia Roe vs. Wade, lo que hacía para muchas personas era otorgar a las mujeres la voz decisiva en un asunto complejo que apela a la responsabilidad sobre sus vidas. La corte adoptaba al fin los cambios ya acaecidos en la sociedad en medio de un ensordecedor ruido que pretendía reducir el debate a la retórica de la muerte y la culpabilidad. Pero hay cambios sociales que se torna...
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Cuando, en 1973, el Tribunal Supremo de Estados Unidos convirtió el aborto en un derecho en su sentencia Roe vs. Wade, lo que hacía para muchas personas era otorgar a las mujeres la voz decisiva en un asunto complejo que apela a la responsabilidad sobre sus vidas. La corte adoptaba al fin los cambios ya acaecidos en la sociedad en medio de un ensordecedor ruido que pretendía reducir el debate a la retórica de la muerte y la culpabilidad. Pero hay cambios sociales que se tornan inevitables y acaban por instaurarse. “La judicatura entonces se adapta al nuevo orden”, afirma Judith Shklar, emblemática teórica del liberalismo que habla de un “conservadurismo del consenso” en su obra Legalismo. La judicatura ha de buscar el consenso social para mostrarse neutral y guardar la necesaria distancia en la interpretación del Derecho, pues de los tribunales se espera que lo interpreten, no que lo alteren, y al obviar el consenso social, “la neutralidad se evapora”.
Por eso el camino adoptado por el tribunal en su nueva cita con la historia al examinar la ley de Misisipi que prohíbe el aborto más allá de las 15 semanas es un desvío preocupante. Las deliberaciones, dominadas por los conservadores, se inclinan por revisar la ley que reconoce el derecho constitucional de las mujeres a disponer de sus cuerpos y abortar. Si se confirmara la decisión, también lo haría el triunfo del diseño trumpista de la corte, una de sus más importantes batallas políticas, al haber situado al reaccionario Neil Gorsuch, a Brett Kavanaugh a pesar de las acusaciones de agresión sexual, y a Amy Coney Barrett, explícitamente antiabortista, como magistrados vitalicios que arbitran e interpretan la Constitución. Revisar a estas alturas el derecho al aborto supone una politización inaudita de la máxima institución judicial del país. Lo advirtió la jueza liberal Sonia Sotomayor: “¿Sobrevivirá esta institución al hedor que crearía, en la percepción pública, la idea de que la Constitución y su lectura son solo actos políticos?”.
Su advertencia es escalofriante, pues habla de cómo se debilitan y mueren las democracias al caer sus instituciones en la irrelevancia, cuando se busca que los jueces arbitren tensiones políticas. Aumentar la interferencia de los intereses políticos en la justicia vicia conceptos centrales para el Estado de derecho, como “neutralidad” o “independencia”, aunque quizá el caso brinde alguna luz sobre la gravedad de lo que ocurre por aquí, con el acceso al Tribunal Constitucional (TC) del nada honorable Enrique Arnaldo, elegido tras el conocido bloqueo del PP, la sorprendente aceptación del PSOE y la actitud de los jueces, confirmando lo que señala Shklar: “Cuando los cambios afectan directamente al establishment judicial, el conservadurismo se convierte en inmovilidad”. Porque el TC debe pronunciarse sobre la ley del aborto de 2010 por el recurso del PP, aunque esperemos que Sotomayor se equivoque y no nos llegue el hedor o la pérdida de prestigio, si es que alguno queda.